En una calle solitaria, las luces brillantes del bar daban un respiro a la oscuridad de la noche. El temible criminal conocido como El Gourmet entró en el establecimiento con la determinación de un asesino a sueldo, preparado para su fechoría mientras su mente se llenaba de oscuros pensamientos. El bar parecía una escena del crimen en ciernes, con pequeñas manchas rojas sobre los manteles de las mesas.
El Gourmet se acomodó en una esquina oscura, desde donde podría vigilar a sus víctimas. El camarero, un hombre fornido de tez morena y ojos penetrantes, trajo a sus jóvenes víctimas y se las puso delante. Años más tarde, en la cárcel, aquel camarero recordaría la escena con la añoranza y la tristeza del arrepentimiento por haber colaborado con semejante criminal.
El Gourmet tomó un cuchillo, lo limpió con su servilleta de papel y sin mediar palabra atacó a su primera víctima. Apenas gritó. El afilado metal se hundió en su aceitunada piel y llegó hasta el hueso. Luego la llevó a su boca con sumo cuidado para no mancharse con el jugo que emanaba la fruta. El olor de la aceituna recién desgarrada llenó sus fosas nasales, embriagándolo con el aroma de la muerte. Masticó lentamente, saboreando cada pedazo de su víctima, antes de deglutir y seguir con la siguiente.
Luego, tomó el pan, condenado a convertirse en la herramienta de su oscura misión. Lo sumergió en el aceite de oliva, como si estuviera empapando un trapo en la sangre de un enemigo caído. Con un movimiento rápido, lo introdujo en su boca, saboreando el sabor amargo del aceite mezclado con la dulzura del pan recién horneado.
Insaciable, sus ojos se posaron sobre el plato de patatas fritas, dispuestas sin orden ni concierto, como si fueran los restos de un brutal enfrentamiento. El Gourmet tomó una de ellas, sus dedos ejerciendo una presión mortal sobre su víctima crujiente, que no tenía escapatoria. Con un movimiento lento y premeditado, hundió la patata en el pequeño bote de salsa, como si la estuviese ahogando lentamente. Cuando la retiró estaba cubierta por un líquido viscoso y rojizo. Sin piedad, la llevó a su boca y la aplastó entre sus dientes, triturándola hasta convertirla en un salado amasijo irreconocible. El crujido que emitía cada pedazo era música para sus oídos, una sinfonía de maldad y destrucción.
El Gourmet estaba a punto de cobrar su última víctima. Un sorbo de vino tinto, la bebida escarlata que parecía haber fluido directamente de las venas de una desafortunada víctima riojana. Levantó el vaso con ambas manos, con firmeza, y lo acercó a sus labios. En un gesto meticulosamente medido, dejó que el líquido se deslizara por su garganta, calentándola como un río de sangre.
Tras acabar la matanza el Gourmet se levantó y abandonó la escena del crimen con tanto sigilo como había entrado, no sin antes dejar, como último gesto de crueldad extrema, tantas monedas como costaba el aperitivo. Ni una más ni una menos.