Raúl arranca a toda velocidad después de colocar la sirena sobre el techo de nuestro vehículo. A pesar de su sonido ensordecedor, la escucho como si mi cabeza estuviera sumergida bajo el agua. Las luces de la ciudad dejan una estela de colores al otro lado de mi ventanilla. Las miro sin verlas en realidad. Esperaba el aviso, lo esperaba, pero aún así mi cuerpo está en shock. Mi compañero sacude con fuerza mi brazo con una mano, mientras mantiene la otra en el volante.
—¡Joder Maca, responde, hostias!—Su grito me obliga a girar la mirada hacia él, siento que mis labios se abren pero no soy capaz de emitir ninguna palabra.
—Joder Maca ¡No deberías venir! ¿Qué coño quieres ver? ¿Al cabrón de tu marido tirado en la acera de tu calle? ¿De verdad quieres ver eso?
Consigo enfocar mi mirada en la suya a pesar del ardor de mis ojos que luchan por dejar salir unas lágrimas que él no merece. Niego con la cabeza.
—Tengo que verlo—balbuceo como un autómata.
Raúl bufa y suelta una retahíla de tacos con un golpe seco al volante, como cada vez que se desespera.
—¡Valiente hijo de puta! Esto iba a pasar, el muy cabrón. ¿Cuánta pasta debía de toda la mierda que se ha estado metiendo por la nariz?¿Cuántos le querían muerto?—Suelta todo de carrerilla sin dejar de vocear—. No lo siento por él, ni un poco, y lo sabes. Estoy hasta los cojones de ver tus moretones a medio maquillar, y de tener que escucharte intentar justificarlos, es que si yo mismo hubiera podido le…
Raúl frena su discurso cuando nota que le observo fijamente. Lo sabe, Raúl lo sabe. Sabe que mi marido me ha estado moliendo a palos durante años, desde que empezó a consumir coca, o desde que la coca lo empezó a consumir a él.
Un silencio frío e incómodo, sólo interrumpido por el ruido de la radio que escupe códigos y llamadas de servicio, se instala entre los dos hasta destino. Por la ventanilla veo dos coches patrulla aparcados en la puerta de mi casa con las luces encendidas. Los compañeros ya han acordonado la zona y han tapado con una de esas mantas térmicas brillantes su cadáver. Raúl y yo nos bajamos del coche a paso decidido, pero cuando llegamos a su altura me impide avanzar.
—No, Maca.
Eso es lo único que dice antes de atravesar el cordón policial y dejarme clavada al otro lado para acercarse a la compañera que dio el aviso.
—¿Qué tenemos?—Le oigo preguntar.
—Herida de arma blanca, sabían perfectamente dónde pinchar. Se ha desangrado por completo—contesta ella rotunda.
Los dos giran sus miradas hacia mí al oír el grito desgarrador que brota de mi garganta. Deben creer que ha nacido de mi dolor, pero ha surgido de mis entrañas al sentirme liberada al fin, a pesar de llevar el cuchillo escondido bajo mi chaqueta, pegado a mi espalda.