Entré al garito sin que nadie reparase en mi presencia. Ese era mi trabajo, después de todo. Lo que yo sabía no te lo enseñaban en ninguna escuela, en ninguna academia. Era un arte clandestino, oscuro y privado de gloria, más allá de la satisfacción de saber que eras bueno en lo que hacías.
No me acerqué a la barra, aunque habría sido lo esperado, lo que cualquier otro habría hecho. Mi maestro siempre decía que no dejar huella era la única forma de triunfar y eso pretendía hacer. En su memoria.
Me escabullí entre los borrachos que estaban solos porque no podían pagarse la compañía de una mujer, y los despistados que solo tenían ojos para la meretriz que se deshacía en halagos, pretendiendo ganar dinero extra con ellos. A quien yo buscaba no parecía estar entre ellos. Pero sabía dónde encontrarlo.
Aunque aquel local era desconocido para la mayoría de la gente común, aquellos que se movían en las esferas más siniestras y pecaminosas del submundo, lo tenían como referente. El dueño era una leyenda, un intocable entre los de su calaña. Todo el que quisiese ser alguien allí, debía ser aprobado por él. De lo contrario, se encargaría de hacerlo desaparecer.
En la puerta de la sala privada del fondo del local había dos matones del tres al cuarto con cara de pocos amigos. A la vista impresionaban, por sus portentosos músculos y el arsenal de armas con que cargaban, pero yo sabía que eran de postín. Si alguien con un poco de habilidad y mucho entrenamiento en las artes de la muerte los atacaba, no durarían ni un minuto. Y ese alguien era yo. Me había preparado para este momento durante toda mi vida, aunque al inicio de ella no lo había sabido.
Acabar con ambos hombres no me supuso ningún esfuerzo. Corrí las cortinas que ocultaban de la vista aquella zona del local y, antes de que pudiesen saber qué estaba pasando, ya les había rebanado el pescuezo y se desangraban, tirados en el suelo, mientras abría la puerta de una patada.
Mi objetivo se encontraba tumbado en una inmensa cama, rodeado de bellas mujeres en distintos grados de desnudez. Se paralizó al verme y envió a las mujeres lejos, que no protestaron. La sangre, todavía fresca, chorreaba hasta el suelo, desde la daga que blandía en mi mano derecha.
Él sonrió, como si su destino no le preocupase. Como si supiese que no iba a morir esa noche. Quizá eso debió advertirme, pero mi ansia de venganza pudo más y no vi salir a los agentes de policía de las sombras ni los vi saltar sobre mí hasta que me inmovilizaron.
—Queda arrestado por el asesinato de Abram Yates y el intento de homicidio en grado de tentativa de Jonah Parks —me acusaron.
Abram. Mi maestro. El hombre al que Parks había matado cuando no aceptó aquel trabajo que iba en contra de sus principios.
—Algún día acabaré contigo —prometí, mirándolo a los ojos.