El detective oyó el sonido atenuado de unos pasos lentos y medidos, y enseguida sintió el cañón de la pistola entre las vértebras. Se imaginó un vestido negro en un cuerpo veinte años más joven que el de su mujer. Quiso saltar hacia adelante pero algo lo contuvo. La sensación se vio acompañada de un deseo irrealizable, como el de un alcohólico al que le gustaría saber cuánto podría beber antes de abandonar la dignidad.
Soltó un juramento.
La joven se le había insinuado sólo unas horas antes, en el momento más adecuado para su caída en desgracia. La mano de la edad había empezado a estrujarle, las señales eran claras y visibles: canas, arrugas y un abdomen en constante expansión. A medida que envejecía sin remedio, cada vez se sentía más atraído por mujeres mucho más jóvenes que él. Creía que era normal que se fijaran en él, que tenía algo que ofrecerles, que podía enseñarles lo que era un hombre de verdad.
Un dolor agudo nació en el centro de su pecho y comenzó a expandirse. El dolor le llegó a las puntas de los pies y las sienes. Se le secó la garganta.
—¡Valiente gilipollas! —dijo la joven—. ¿De verdad te has creído que una chica como yo se fijaría en ti? No puedo creer que te lo hayas tragado. La mayor ridiculez de los hombres es creerse sus propias fantasías. Ahora me doy cuenta.
—¿De qué estás hablando? —balbuceó el detective.
Los dolores agudos se sucedían como relámpagos que le sacudían la cabeza y el pecho. Sintió una arcada fulminante en el fondo de la garganta, como si de repente un palo de madera le presionara la lengua.
—Escúchame bien: ni la más obscena cantidad de dinero podría hacer que aceptara irme a la cama contigo. ¡Mételo en la cabeza! Si estoy aquí es por una buena razón. Venganza.
—¿Qué te he hecho yo? —dijo el detective con voz ronca.
La arcada parecía a punto de ceder y las punzadas devoraban su pecho. La piel se le puso lívida. Sintió un violento escalofrío.
—Sergio Cuevas Estévez, alias Serguei. Era mi padre. Tú lo mataste —acusó la joven—. Puede que no fuese tu mano la que apretó el gatillo. Pero tú lo empujaste a hacerlo. Haciéndole la vida imposible. Acosándolo constantemente. Hasta que ya no pudo más y se voló los sesos. Fue tu culpa y vas a pagar por ello.
Sintió que se le helaba el pecho y que echaba de menos su respiración. Un dolor intenso se irradió por su brazo derecho. Los dedos se le agarrotaron.
—Has pasado un detalle por alto —dijo el detective—: te reconocí en cuanto te vi. Sé quién era tu padre. Y no fue difícil adivinar que no tramabas nada bueno. Por eso me he adelantado. ¿Recuerdas esa copa que te serví? Tenía un sabor amargo, ¿verdad? Sabía así porque llevaba una sorpresa.
El detective rio, y el corazón de la joven dejó de latir.