EL HOSPITAL
M.ª TERESA CASANOVES CUENCA | COTELE

EL HOSPITAL
En el hospital donde trabajaba la mayoría de los enfermos eran terminales, con cánceres de hígado, de hueso, de páncreas, cerebral y otros habían tenido un accidente de automóvil y se habían quedado totalmente incapacitados. En cada planta teníamos unos 36 enfermos encamados y distribuidos de dos o de tres por sexo. Nuestra tarea era lavarlos encima de la cama y cambiarles toda la ropa de cama con ellos encima.
Debíamos llevar un control de la temperatura y cambiar las bolsas de diuresis que llevaban para no tener que levantarse a orinar, ya que no podían hacerlo.
Un domingo por la tarde en que yo estaba de guardia, acudieron a visitar a los enfermos como era habitual sus familiares. El marido de una enferma, María, que compartía la habitación con otra enferma al final del pasillo, había venido a visitarla como en otras ocasiones.
Cuando hice la ronda después de las visitas, encontré a María en su cama, muerta. Miré a su compañera de habitación Marta, ésta era una enferma cerebral que no podía expresarse ni hacer ningún gesto, pero yo la noté inquieta y por sus mejillas caían lágrimas a raudales.
Empecé a pensar que el marido de María había aprovechado la visita para deshacerse de su mujer, que habría cogido el almohadón y la habría ahogado con él, pero, aunque se lo contase a alguna compañera, o a la policía, ¿cómo lo iba a demostrar?
Si, yo había visto llorar a Marta, la había visto inquieta, pero ella no nos podía contar lo que había pasado.
Como de costumbre mi compañera y yo preparamos el cadáver de María para trasladarlo en una camilla a la sala del tanatorio que se encontraba en el sótano, nos ayudó un celador. Era la primera vez que yo bajaba al sótano, un lugar muy lúgubre y oscuro, cada cinco o 10 metros del pasillo había una bombilla iluminada y el pasillo era muy largo. Entre los tres empujábamos la camilla sin dificultad a pesar de que el cadáver pesaría más de 100 kg.
Cuando llegamos al reducido cuarto de las neveras del tanatorio, buscamos una nevera que no estuviese ocupada y resultó ser la que estaba situada en la parte más alta. Trasladamos el cadáver de la camilla en que lo habíamos traído, a la camilla accesoria del cuarto de las neveras, que tenía un sistema que nos permitía elevarla hasta la última nevera -que estaba pegada al techo-.
En principio no parecía una tarea difícil, pero conforme fuimos subiendo la camilla el cadáver se balanceaba y estuvo a punto de caernos encima varias veces, pero al fin conseguimos introducirlo en la nevera, cerrarla y regresar por el lúgubre pasillo al gran ascensor que nos devolvía a nuestra sala del hospital.
Realmente esa noche pasé miedo, me costaba respirar, todo me recordaba a los relatos que había leído de Stephen King y continuaba pensando que la muerte de María no había sido natural.