El instinto de un buen sabueso
Esther Rebellón Baranera | EstherR

Como cada mañana, me metí en la ducha para empaparme en agua helada y despertarme de mi última resaca. Tenía el estómago vacío, pero solo ansiaba beberme una buena taza de café. Arrastré mis Martinelli raídos (último regalo de mi exmujer, poco antes de que me abandonara), hasta mi cafetería preferida mientras me encendía un cigarrillo para camuflar el regusto a gin que todavía perduraba en mi aliento. Al llegar, vi que, junto al local, había un grupo de gente muy alterada. «¿Qué habrá ocurrido?», me pregunté sin darle más importancia al tema.

Tiré la colilla y entré con naturalidad, como de costumbre, pero desde el primer momento noté el olor metálico de la sangre. Todo parecía normal: la televisión estaba en marcha, la plancha encendida y la cafetera tenía dos tazas medio llenas. Pero el local estaba vacío. Revisé las mesas; todas mantenían un rictus: tazas llenas y algún que otro plato con su bocadillo mordido… Entonces, me di cuenta de que la escena en conjunto daba una clara pista de que allí había habido un altercado. «El tumulto de la calle», pensé.

Pasé mi mano derecha bajo la chaqueta, con la empuñadura del arma a un toque de mis yemas. La cabeza me estallaba: la noche anterior, había apurado un par de botellas de licor y necesitaba borrar el resabio a fracaso; mi única medicina era el café. Pero Carmen, la camarera, tampoco estaba detrás del mostrador, así que no podía tomar el ansiado estimulante hasta dilucidar qué había ocurrido allí.

El espejo de la barra me devolvió mi imagen: un sargento fracasado, con barba de varios días y ojeras. Entonces, recordé el momento en que, gracias a aquel espejo, había descubierto que Carmen lucía un peculiar tatuaje en la palma de su mano. Lo reconocí; había visto aquel dibujo en alguna parte, pero ¿dónde?

Sí, ella me servía el café a diario, sin preguntas, sin comentarios, pero conocía mis hábitos: la hora de llegada, el afecto que sentía por el dueño de la cafetería: por Julián. Temí que la hubiera mandado mi último arresto, un traficante de tres al cuarto, que tenía buenos contactos con la mafia china.

Miré hacia la cocina, saqué mi arma y la empuñé con ambas manos; una gota de sudor resbaló desde mi frente hasta la nariz. Y pensar que solo deseaba mi café matutino, la paz de estar en compañía de un buen amigo (el único que me quedaba).

Me acerqué hasta la puerta de la cocina; asomé la cabeza y lo vi boca abajo. La sangre teñía las baldosas de un rojo intenso. Julián estaba muerto; sentí que algo metálico comenzaba a presionar mi garganta. Sacudí mi mano izquierda para desarmar a mi contrincante y, con la derecha, le disparé a bocajarro.

Ella cayó junto a Julián: Carmen tenía un agujero en la frente. Me arrodillé y miré su mano: el tatuaje era un dragón Shenglong.
“Nunca subestimes el instinto de un buen sabueso”, dije, y me fui.