El policía entró en la sala de interrogatorios con el sombrero y una carpeta sujetos en una mano y una taza de café en la otra. Los dos primeros objetos los arrojó con cansancio sobre la mesa; la taza permaneció con él haciendo viajes hasta su boca y dejando un pequeño rastro de espuma en su bigote. Con la mano libre rebuscó en el interior de su chaqueta hasta dar con un paquete arrugado de Luckys y un Zippo que depositó a un lado de la mesa. Después abrió la carpeta y pasó las tres páginas que contenía tras leer, de forma somera, cada una. Finalizado el acostumbrado ritual suspiró con sonoro hastío y la cerró.
La taza hizo un último recorrido para volver a mancharle el bigote grisáceo apurando su contenido. Tras dejar el envase sobre la carpeta extrajo un cigarrillo de la cajetilla y lo encendió. El humo de la primera calada le hizo entornar los ojos mientras enfrentaba por primera vez a quien se disponía a interrogar.
La mujer pelirroja lo miraba confusa; sin entender muy bien qué demonios hacía ella allí. Vestía una camisa de seda ajada. A través de los desgarros de la tela podía apreciarse restos de sangre coagulada y el principio de unos hematomas amarillentos sugiriendo traumatismos de mayor extensión.
—Señorita…—el policía apartó la taza de la carpeta para acceder, de nuevo, a la primera hoja del informe—Borja Atienza. ¿No es así?
—No—contestó la interpelada con el tono desafiante de quien ha negado, negociado, gritado y aceptado que no tiene escapatoria posible—. Señora.
La corrección sorprendió al policía que observó con divertida curiosidad a la mujer. Pese a todos sus años de servicio—una eternidad se podía decir—, no dejaba de simpatizar con aquellos que, aun frente a lo inevitable, conservaban su carácter luchador.
Tenía el pómulo derecho abierto por una profunda herida que dejaba ver parte del hueso. A la altura del pecho izquierdo, cubierto por un sujetador negro de encaje y un jirón de tela de la camisa, pudo apreciar la laceración típica producida por la entrada de algún tipo de arma blanca. Su cuello estaba profusamente adornado por un collar amarillento de dedos; dedos marcados a conciencia sobre todo a la altura de la tráquea, que parecía hundida sobre el inicio del esternón.
—Sí, disculpe—corrigió el policía ofreciéndole al mismo tiempo el paquete de tabaco—. Señora Lucrecia Borja Atienza.
Ella asintió aceptando el cigarrillo con la soltura de quien está acostumbrada a recibir ese tipo de atenciones. Después de encenderlo con la llama del mechero que el policía protegía de un inexistente viento con la palma de su mano, se apoyó en el respaldo de su incómodo asiento esperando la siguiente pregunta que no se demoró más allá de la segunda calada.
—¿Podría decirme quién y por qué la han asesinado?