El intruso
Manuel Pérez Recio | Nelo

Peluso ladraba con insistencia en el jardín, como si hubiera olfateado algún topillo, cuando, de pronto, se escuchó un crujido en la tarima del salón, como si alguien caminara de puntillas para no hacer ruido.
–Alfred, ¿eres tú? –preguntó la anciana desde su silla de ruedas. Esperó unos instantes e insistió–: ¿Por qué no dices nada, Alfred?… Vamos, sabes que no me gustan esos jueguecitos…
–¡Cierra el pico, vieja loca! –respondió a su espalda una voz huraña y fría.
–¿Quién, quién es usted? –titubeó la anciana, más confusa que asustada, perdiendo la mantita de lana que cubría sus piernas.
El intruso desenrolló un cable de acero muy fino y, sin ocultar sus intenciones, lo pasó por delante del rostro de su víctima. Sorprendido porque no mostrara resistencia, deslizó una mano por delante de sus ojos, y descubrió que era ciega, tan ciega como se quedó su madre tras recibir aquella paliza de un cliente cuando él solo era un niño taciturno y desconfiado.
Tras vacilar durante unos instantes, tomó asiento en el sofá que había junto a la chimenea y advirtió a la anciana:
–Ni una sola palabra.
Incapaz de comprender lo que estaba sucediendo, la otra se persignó en el pecho y guardó silencio.
Al cabo de unos minutos, el perro dejó de ladrar, y la anciana de recordar. Una llave entró en la cerradura, la puerta se abrió muy despacio y un estridente chirrido invadió toda la estancia.
–Alfred, ¿eres tú? –preguntó la anciana, algo aturdida. Se había quedado dormida.
–Claro… ¿Quién si no? –respondió su marido, todavía de espaldas al salón, visiblemente sorprendido.
El intruso se incorporó.
–Alfred, hueles raro. ¿Has estado bebiendo? –advirtió su mujer.
Cuando Alfred se volvió hacia ella y vio al hombre postrado junto al sofá, retrocedió un paso; su rostro palideció y aumentó la cadencia de su respiración.
Tras un revelador cruce de miradas, el intruso esgrimió en tono de reproche:
–Maldita sea, no me dijiste que era ciega. Tendrás que hacerlo tú mismo.
Dejó el cable de acero sobre la repisa de la chimenea y se marchó.
–No sabía que teníamos visita. ¿Qué quería ese hombre? ¿Por qué se ha marchado tan pronto? –preguntó la anciana, azorada.
–Nadie, querida, créeme –negó el otro. Recogió la manta del suelo y volvió a colocarla sobre las piernas de su mujer.
–No mientas, Alfred. Estoy ciega, no sorda.
–…Está bien –admitió resignado—. Ha venido a traer algo para ti. Quería darte una sorpresa, pero no ha sido posible.
Al oír aquello, el rostro de la anciana se deformó en una caricaturesca mueca de satisfacción.
–No me digas que…
–El mismo.
–¿Y qué es? ¿Qué es? –inquirió la mujer, aleteando las manos como si espantara moscas a su alrededor.
Alfred recogió el cable de acero que había dejado el intruso en la chimenea y se acercó a ella amagando una turbia sonrisa.
–Este año te ha dejado un bonito collar. ¿Quieres que te lo ponga?
–¡Sí! –exclamó la anciana, entusiasmada. Y se desabrochó el último botón de la blusa, dejando al descubierto su ajado cuello.