Despierto en mitad de una pesadilla, la misma que lleva meses atormentándome. Me levanto exaltado y compruebo la hora, no puedo evitar fijarme en que hay varias notificaciones. Una de ellas confirmaba mis sospechas de que habría una nueva víctima.
Me llamo Enzo Bianchi, detective de investigación privada y criminología, aunque siento que esto a veces me viene grande. El caso actual comenzó hace tres semanas cuando encontramos a la primera víctima, una mujer de mediana edad desmembrada y con un tridente clavado en el corazón. A los siete días, apareció la segunda, un anciano muerto a latigazos sobre un charco de sangre, ahora aparece la tercera, un varón de cincuenta y cinco años con innumerables flechas clavadas en la espalda. Cuando leí de quien se trataba no pude evitar acordarme de Ángel, un antiguo compañero de universidad. Hacía 15 años que no sabía de él desde que se fue a vivir a España, pero eso pronto iba a cambiar, ya que me puse en contacto con él para transmitirle la noticia del fallecimiento de su padre.
Fui a recogerlo al aeropuerto para acompañarle al funeral. Me topé con una persona completamente diferente y para mi sorpresa, él también era agente de policía. En el trayecto hacia el cementerio ninguno habló demasiado hasta que decidí romper el hielo.
-Lo siento muchísimo, Ángel. Nadie merece un final así.
-Sí, gracias…
Me esperaba una contestación así, ya que la relación con su padre fue el motivo por el que abandonó Italia.
El funeral avanzaba como cualquier otro, los típicos rostros de incomprensión y dolor por el fallecido mientras el párroco invitaba a los allegados a decir sus últimas palabras. De repente unas llamas a lo lejos captaron nuestra atención provocando un revuelo. Fuimos corriendo hasta el lugar y hallamos un cuerpo a dos metros bajo tierra calcinándose, esto tenía la firma de nuestro asesino en serie.
La incertidumbre de la multitud me tenía descolocado pero no dejé escapar una sombra que huía del sitio nada más vernos llegar. Intentamos atraparlo pero fue en vano, aunque las prisas hicieron que descuidara un pequeño detalle, un guante, que nos ayudaría a resolver el caso.
Dos días después, los análisis darían sus frutos, el culpable era Agon Kendall, un albanés con antecedentes. Conseguimos detenerle e interrogarle. Aunque no abrió la boca, hasta que Ángel mencionó algo que hizo cambiar su expresión por completo. Una sonrisa pícara al oír la palabra «infierno» me iluminó. Las piezas del puzle empezaron a encajar. Salí de la sala de interrogatorios, y avancé lo más rápido que pude hasta llegar al tablón de pruebas. Arranqué todas las fotos de las víctimas y las coloqué de forma estratégica sobre la mesa. El collage que había formado con ellas me mostraba el famoso cuadro de Dante y los círculos del infierno. El juego no había hecho más que empezar. Agon no era nuestro asesino, sino la marioneta de la pesadilla que llevaba años persiguiéndome. Dante.