—Hola, Abuelo. Me escuchas, ¿verdad?
—¿Eres…tú?
Lo habían invocado por vez primera en aquella tormentosa noche. Formerio, el emblemático cubano-vasco, internacionalmente conocido por ser el más experto de todos en cuestiones del más allá, había sido obligado a despertar de su eterno descanso por su joven nieta de apenas diez años de edad. Formerita, que era como solían llamarle sus amorosos y dedicados padres, había heredado el don de su abuelo, y esa agitada noche se le había antojado, aprovechando el sueño de sus heréticos progenitores y mientras llovía a cántaros, recordarle al anciano que había faltado a su promesa. Antes de morir, este le dio su palabra que la instruiría en el arte de utilizar la octogenaria Güija, conocimiento que olvidó transmitirle, llevándoselo consigo a la tumba. Pero, antes de desfilar el amanecer de ese día ante los ojos del resto del mundo, la agraciada niña de largas y negras trenzas estaría punto de darse cuenta lo bien que lo había hecho sin la necesidad de ilustración alguna por parte de su abuelo. Formeria había heredado el legado espiritista del viejo, y blandía el artefacto mediador entre universos de la manera más competente. A ocultas y en el desván, lo había hecho ya en varias oportunidades, invocando cientos de errantes y pecadoras almas perdidas.
Una vez culminada tanto la conversación que se llevó a cabo, en la que se profesaron ambos cariño eterno, como la sesión y conexión espiritual, el exhausto Formerio, ya más en paz, regresó a descansar sobre las blancas, pulcras y sedosas sábanas celestiales. Ahora podría cerrar los ojos de una vez y dormir a piernas sueltas y orgulloso, satisfecho de que algún día su querida Güija y con ella la responsabilidad del futuro del milenario negocio familiar, a consecuencia de que ni su hijo y nuera a expensas de no blandir tal don podrían hacerlo, recaería sobre las talentosas manos de la pitonisa en ciernes de su nieta. La que, por cierto, había fallecido hacía cien años y en esos instantes era invocada a su vez por su nieta Zoe, heredera de la sempiterna empresa de invocaciones cíclicas familiares. Y era que cada uno de los predecesores de la próxima generación de nietos, cual despistados Formerios, olvidaban enseñarles a estos el manejo de la Güija.
Y así, hasta el final de los tiempos, cuando desde Tristán de Acuña el tátara-tátara nieto de todos comprendió que, tales olvidos, no eran en realidad una cuestión de pereza mental. La verdad oculta residía en que ninguno jamás había existido, sino más bien eran todos unos productos subjetivos, derivados de un exceso de fantasías surrealistas por parte de este, vuestro servidor.