A las once sonó el timbre. La Señora Hudson, entre sollozos e hipos, nos informó: El Señor Holmes había muerto.
La sostuve en brazos y le pedí que se relajara. Cuando Mary pudo atenderla, le dije que me esperase, que yo me encargaría.
Me retiré al despacho.
Holmes me había dado instrucciones precisas esa misma mañana.
– Voy a quitarme la vida, Watson- me había dicho. Estoy enfermo. No quiero someterme a las limitaciones de un proceso largo y humillante. Prefiero conquistar esta última victoria eligiendo yo las armas.
Yo estaba acostumbrado a las extravagancias de Holmes, por lo que, al principio, no quise tomarle en serio, hasta que insistió.
Con una mano me ofreció una copa de Taylor´s. Con la otra me entregó una carta sellada con lacre. No supe qué decir. Las hazañas de Holmes habían devuelto al pueblo inglés la fe en la justicia. Traté de decírselo, pero me interrumpió mirándome fijamente a los ojos. Esos ojos que podían verlo todo. Después dijo:
– Me parece un hombre inteligente, Watson, pero su lealtad le ciega. ¿Sabe quién fue el autor de los crímenes que resolvimos? Debe saberlo. Fui yo, Watson. Siempre fui yo. A veces, requirió una meticulosa planificación, como en el caso de Mr Openshaw. Otras, solo tuve que reconducir los hechos. Es el privilegio del genio.
Aquí hizo una pausa.
– ¿Recuerda el carbunclo azul?
Asentí, desorientado.
– Lamentaba que Horner acabara encerrado por sustraer algo que habría malvendido por unas pintas. Ahora está libre. Hice mi propia justicia, Watson. Engañé.
Permaneció pensativo, mirando apreciativamente su oporto- Elemental- dijo.
En los pliegos que acababa de entregarme se explicaba el detalle de cada caso. Esta misma noche, la Señora Hudson encontraría una nota de suicidio. Al no encontrarle, acudiría a mí. Alrededor de las once, llamaría al timbre deshecha en llanto. Para entonces, él estaría lejos, donde podría cumplir tranquilamente con su propósito. Yo debía, entonces, dar aviso a Scotland Yard y entregar la carta.
– Me pregunto quién la abrirá- rió divertido- ¿Brandstreet, Lestrade? Ojalá sea Lestrade. Me encantaría verle la cara-Después me pidió que garantizase la mayor intimidad en su entierro. Me abrazó y rogó que le dejara con sus preparativos.
Desde mi habitación, podía oír a la Señora Hudson. Lloraba. Me pregunté qué pensaría de aquel hombre al que tanto había admirado cuando supiera la verdad, qué pensaría ese mundo al que había devuelto la esperanza. Me disponía a salir, cuando esta idea me detuvo. Miré hacia la calle. La ciudad dormía, confiada a la integridad de sus héroes. En la chimenea ardía un fuego. Yo sabía lo que tenía que hacer. Nunca había fallado a mi amigo, pero hay cosas que están por encima de la amistad. También podía reconducir los hechos. El privilegio de los escritores es elegir los finales. En el último momento, me giré y tiré la carta, que devoraron las llamas. Mientras ardía, mentalmente fui dando forma a una persecución, una pelea final en las cataratas de Reichembach.