EL LOBO
Aimar Vega | Aimar Vega

Hace mucho tiempo, ayer concretamente, conocí a Carol. A diferencia de sus amigas, Carol no solía salir, pero esa noche lo hizo. Era el cumpleaños de una amiga y tenía pinta de que la fiesta iba para largo. Las cuatro entraron en una discoteca y entonces todo cambió.
Un giro inesperado en forma de Gin tonic se precipitó sobre ella, era mi copa. Pedí perdón, pero su vestido rojo no aceptaba disculpas. Afortunadamente, a Carol le importaba más darle la vuelta a la noche que llegar impoluta a casa, Por eso nos sentamos a hablar. Me contó su vida mientras esos ojos tan bonitos se llenaban de lágrimas. Yo sólo confesé mi nombre y mis disculpas por el desafortunado suceso.
La invité a otra copa, le di mil y una alternativas, pero nada funcionaba, pero sus amigas se habían ido, no tenía a nadie más. Sus ojos decían que entre nosotros había algo especial. Ya no me soltaba, su suave piel estaba en contacto permanente con la mía, la escuchaba respirar entre tanto ruido.
Cuando entramos en mi casa, Carol se tiró en el sofá, y cuando fui a besarla sonó su teléfono y salió al balcón a responder. En ese tiempo pude colocar velas sobre mi cama. Cositas que uno siempre tiene preparado por si la cosa sale bien. Esa era nuestra noche, tenía que serlo. Carol entró y quedó fascinada con mi romanticismo. Ya en pleno jugueteo, Carol quiso ir al baño y se dirigió a la primera puerta que encontró. “¡No, es la siguiente!” Grité, pero ya era tarde, abrió la puerta equivocada.