Mi nombre es Marco Galvano y he perseguido al asesino del Tarot durante treinta y nueve años. Su carrera delictiva, la más infame de los sucesos negros españoles, comenzó cuando entré en el cuerpo. Un artículo en la portada de El País afirmaba que en cada distrito de Madrid se había cometido un homicidio muy particular: las víctimas guardaban consigo una carta del Tarot en el momento de su muerte. La investigación se filtró poco después y corrió la voz de los casos más macabros: un vagabundo ahorcado en un arce de El Retiro, El Colgado, un anciano precipitado al vacío desde Edificio España, La Torre, dos cuerpos descuartizados en Madrid Río, Los Amantes, una mujer carbonizada en la entrada del Gran Madrid, La Rueda de la Fortuna. En cada una de las cartas había dibujada una línea moteada de estrellas, un acertijo indescifrable igual a los de Zodiac.
Conmoción social. Pavor en las calles. Medios que advertían de contenido sensible ocupaban programas matinales llenos de cuerpos exangües.
Tras varios casos exitosos, este monstruo se convirtió en mi objetivo. Cientos de testigos y sospechosos interrogados, pero ningún culpable. Trabajé hasta perder la noción de la realidad, tanto que jamás compartí veranos ni pascuas con mis dos hijas. Y tras completar su dichosa baraja, el asesino desapareció, como un jubilado resarcido o un futbolista que ganó todos los títulos. Mi carrera también concluyó veinte años después de seguir pistas imposibles; y como recompensa a mi esfuerzo, mi mujer no me soportaba y mis hijas me trataban como un desconocido.
Me obligué a seguir viviendo, hasta que la semana pasada me llegó un soplo. Un periodista solicitó las cartas del caso prescrito y resolvió el misterio de las líneas: era un mapa de las calles de Madrid; cada estrella simbolizaba la localización de un crimen. La única pintada de rojo, libre de homicidio, señalaba la esquina de Fuencarral con Divino Pastor.
No fue el deseo de justicia lo que me llevó allí. Era una obsesión, una deuda por cobrar. Ese hijo de puta había destrozado veintiún vidas, veintidós si sumamos la mía.
Entré al recibidor mal iluminado, sin portero ni ascensor. Las escaleras, estrechas y de peldaños gastados, terminaban en la séptima planta. Me asomé a la puerta entreabierta y me lo encontré de frente. Me lanzó una mirada engreída y a la vez expectante, parecía contento de verme. Desde su silla de ruedas no era tan imponente. Tenía arrugas profundas y cejas enarcadas como un diablo viejo, una bombona de oxígeno y las manos callosas de un hombre que vivió siendo fuerte y vivaz. Me invitó a pasar. El motor de su silla sonaba débilmente. Había preparado té en la mesita del salón. Aproveché la oportunidad para agarrar un cojín y, sin vacilar, lo aplasté contra su rostro. El muy miserable no opuso resistencia. No me importa vuestra condena, volvería a hacerlo mil veces. Antes de salir, sonriente, saqué la carta de El Loco y se la di a su dueño.