Padecía hipermnesia, pero a su alrededor todos se referían a su condición como “El mal de Funes”, por aquel personaje de Borges que podía recordarlo todo. Al contrario que Ireneo Funes, que había adquirido su don (o maldición, según se mire) a raíz de un accidente, poseía aquella asombrosa memoria desde el instante mismo en que había abierto los ojos al mundo, siendo su primer recuerdo el congestionado y sudoroso rostro de su madre. Así que, para él, recordar todo, en sus infinitos matices cualitativos y temporales, era una habilidad casi prosaica. No obstante, para el resto del mundo, él era un prodigio.
Supo aprovechar aquella cualidad extraordinaria desde pequeño y, siendo ya adulto, tomó el camino fácil y decidió enriquecerse con lucrativos espectáculos en los que desplegaba sus dones con la afectación y teatralidad de un diestro mago. Pero tras años de rodar por el mundo, determinó que había llegado el momento de dejar de ser un fenómeno de feria. Consagró su talento a una misión mucho más edificante: ayudar a la policía a resolver asesinatos. Lo hizo de nuevo por notoriedad, y no tanto por altruismo, pero a ojos del mundo, además de un prodigio, también era un héroe. Y aquella fama le permitió conocer y enamorar a su adorada Beatriz, aquel ser celestial que cada mañana, antes de marcharse a trabajar, observaba detenidamente, memorizando, incluso, cada uno de sus cabellos.
Así lo hizo de nuevo aquella mañana, guardando todos aquellos nuevos recuerdos en un rincón privilegiado de su memoria. Y se dirigió a un callejón de Calle Daneri, cerca de su casa, donde habían hallado el cadáver de un hombre gravemente desfigurado. Los policías permanecían en silencio, fascinados ante su peculiar protocolo en la escena del crimen, donde se movía como un zahorí en busca de pistas, almacenando cualquier objeto o singularidad que le pudiera ayudar, más tarde, a resolver el caso. Encontraron la cartera del tipo enganchada dentro de un bolsillo empapado de sangre y su documento de identidad les facilitó su dirección: se llamaba Juan Dahlmann y vivía en Calle Sur, 23.
Al entrar en su piso, su mente entró en efervescencia, ya que el rostro en una fotografía, el del supuesto Juan Dahlmann, le llevó a una tarde de hacía dos meses en la que, al volver a casa, se había topado con aquel tipo en la entrada de su edificio. Aquel breve encuentro no le había pasado desapercibido y aquella coincidencia le estremeció. Pero fue aquel cabello, al pie de la cama, lo que hizo que, tras 32 años de existencia, maldijera su don. Había visto aquel cabello el 24 de agosto a las 8:32 en la preciosa cabeza de Beatriz. Recordó entonces, con intensa claridad, que esa misma mañana, al salir de la habitación, había visto, reflejado en el espejo de pie, el rostro de Beatriz, que dormía plácidamente con una sonrisa sutil y maliciosa en los labios. Ella lo sabía. Sabía que la amaba demasiado. Y que nunca la delataría.