EL MAL QUE HABITA LA CALLE
Lourdes Garrido Lázaro | Lourdes Lázaro

Después de 20 años, la comisaría de Calle Barona había decidió ordenar el viejo sótano. Últimamente, los expedientes se habían ido informatizando, pero allí, entre la suciedad y el polvo, resistían un grupo de cajas que nadie quería tocar. Eran el testigo escrito de ese tipo de historias que ensombrecen el alma y hacen que las noches sean largas y tenebrosas.
Uno de ellos era sobre unas desapariciones que empezaron en los años setenta. No parecía especial. No tenía testimonios cruentos, pruebas escalofriantes ni ninguna pista que pudiese alimentar la sensación que aquella vieja carpeta provocaba: miedo visceral, profundo, atroz.
Desde que el inspector Óscar Carchuna investigó la desaparición de una mujer llamada Rosa Márquez, todos y cada uno de los efectivos que habían sido destinados a aquel caso, habían desaparecido en extrañas circunstancias.
Poco dejaban tras de sí los infortunados que se enfrentaban a aquel caso. Uno tras otro, desaparecían sin dejar rastro. Por lo tanto, aquella carpeta se iba llenando de nombres y caras, de fechas y de bolsas de pruebas vacías, de incertidumbre y de temor.
Era un caso maldito. Llegó un momento en el que nadie quiso remover aquellos recuerdos dolorosos y vergonzosos. Nadie se perdonó nunca el hecho de ser testigos impotentes de cómo todos los compañeros destinados a resolverlo se convertían en víctimas. Así que lo condenaron al olvido.
Ahora la carpeta había abandonado el polvo del sótano y se encontraba en manos de la inspectora Lola Molina. Intrigada por su lectura, quiso saber más.
Más de cuarenta personas habían desaparecido en las inmediaciones de dónde se vio a Rosa Márquez por última vez. Tenía poco más que una dirección. Una calle de casas adosadas de gente bien.
Se investigó a todo el mundo. Jamás se encontró nada allí.
Embriagada por el misterio, la inspectora fue a aquella dirección que había sido el destino último de tantos otros. Todo era aparentemente normal.
La calle estaba vacía. El sol templaba en sus últimas horas. A medio camino, había una casa en venta. Se veía descuidada, pero era bonita, tenía un amplio jardín. Cuando Lola estaba frente a ella, curiosamente la puerta se abrió.
Al fondo le pareció ver a una mujer. Era algo gruesa y entrada en años. Pero se movía en la penumbra y no conseguía distinguir que era lo que veía en ella que le llamaba tanto la atención.
Decidió hablar con ella, así que se adentró en la casa, presentándose como policía, siguiéndola por el largo pasillo.
Lola no escuchó las persianas de la casa, que tenía detrás, bajar apresuradamente, como tampoco se percató de que la puerta que acababa de traspasar, se cerraba con sigilo.
Volvió a reinar el silencio absoluto. Aquel que seguía alimentando el misterio, prolongando la maldición de la que nadie hablaba.
Era aquel el pacto mudo entre todos los que vivían en esa calle. La única forma de alimentar a los monstruos sin convertirse en su próxima víctima.