El Mensajero
Edgardo Gabriel Carvallo Munar | Oso

Estaba sentado en mi mesa favorita del café de mi barrio, a punto de tomarme el primer cortado del día. Uno de los clientes hojeaba el periódico local, en cuya portada aparecía la noticia de un incendio ocurrido en un barrio cercano, y en el que había un fallecido. Era el mismo barrio donde vivía uno de mis clientes —soy detective privado—. Sin poder contener mi curiosidad, cogí mi móvil y busqué la noticia en la página web del diario. Mi frecuencia cardiaca se disparó. El portal afectado era el mismo en el que vivía mi cliente, y… ¡el fallecido era él mismo!
Mi cliente —Luis Avellaneda, escultor—, me había contratado para que investigara unos mensajes amenazantes que estaba recibiendo. Sospechaba de tres de sus vecinos del edificio, e inclusive del portero. Los mensajes llegaban a su puerta; breves textos mecanografiados en hojas de papel, diciendo cosas como «tu hora está por llegar», «pagarás por lo que hiciste», y así.
«¿Habría cumplido sus amenazas quien le enviaba los mensajes? ¿Me había demorado mucho en investigar y se me habían adelantado?».
Luis me había indicado los datos de sus vecinos sospechosos, y yo los había entrevistado a todos, y también al portero. Era un edificio muy tranquilo y silencioso. De hecho, nunca vi a nadie, excepto a los sospechosos. No había llegado a nada en concreto; los vecinos eran bastante cerrados, contestaban con monosílabos y las charlas no duraron ni cinco minutos. Lo único que me faltaba era hablar con la gente del barrio, cosa que había planeado para unos días después. Tenía otros casos, y no podía dedicar todo mi tiempo a éste en particular.
Seguí leyendo el reporte. La periodista había conversado con una vecina de otro portal de la misma calle, que decía que se trataba de un tipo muy callado, salía solo, no recibía visitas, y evitaba encontrarse con la gente. Ella se había fijado mucho en él, porque lo había reconocido: había sido un actor famoso treinta años atrás, pero ya nadie lo recordaba.
«¿Actor? ¿No era escultor?».
El breve informe concluía diciendo que se trataba de un viejo edificio en el que vivía un solo inquilino —el fallecido—, y que al momento del incendio no había nadie más, ya que no contaba con portero.
«Pero esto no tiene sentido» —pensé. Claro que tenía portero, y vecinos, ¡yo había hablado con ellos!
Un email me llegó en ese momento. No reconocí el remitente. Decía solamente:
«Apreciado Ricardo, supongo que ya te habrás enterado y no entiendes nada de lo que ha ocurrido. Lo siento. He sido un tonto, me he dejado llevar. Solo quería volver a ser parte de una obra, sentirme vivo, actuar, pero sin involucrar a terceras personas. No puedo seguir adelante con esta farsa, ni permitir que hables con la gente del barrio, como me has dicho que planeas hacer. Hasta aquí llego, es hora de bajar el telón.
Luis»