EL METRO
María José Moreno Domínguez | FLAMENQUITA

Clavó con fuerza el cuchillo hasta que escuchó el sonido de una costilla quebrándose. No fue del todo desagradable, sólo tuvo que recordar la frialdad de su abuela en época de matanza. Cuando vio caer desplomado al hombre que acababa de apuñalar, se dio la vuelta y comenzó a pasear con calma.
Se quitó los guantes y los metió en una bolsa de basura que llevaba en el bolsillo. Todo había sido limpio y rápido; ni una sola gota le había salpicado el abrigo. Hoy más que nunca se alegró de ser enfermera.
Caminó durante horas dando rodeos y respirando el aire fresco de la madrugada. Cuando a las seis abrió el metro y pudo sentarse en el vagón, se sintió aliviada y relativamente feliz. Había tirado la bolsa en una papelera de un barrio alejado. Acarició el cuchillo de monte que llevaba en el bolsillo del abrigo. Cuando llegara a casa, lo limpiaría bien y lo dejaría junto al resto de material de caza que perteneció a su abuelo y que guardaban en el trastero.
Recordó cuando le cogió el móvil a su hermana y pudo leer la última conversación que había mantenido con él. En ella le rogaba que volviera, que había hecho lo que él quería: participar en un trío con dos de sus amigos mientras él lo grababa. Que se sentía sucia, que no podía dormir recordándolo, pero que lo había hecho por él y lo volvería a hacer si era necesario. Aun así, él la había dejado.
Las ganas de matarle la invadieron nuevamente hasta que recordó que ya no había nadie con quien acabar.
Desde entonces su hermana era un despojo. Se había hecho adicta a cualquier sustancia que la mantuviera alejada de la realidad. Ahora era la heroína la que la tenía secuestrada. No había psicólogo o psiquiatra al que no hubieran acudido buscando ayuda sin éxito. Cada vez se necesitaba más dinero y la tensión en casa era inaguantable. Al menos le quedaba la tranquilidad de haber acabado con el culpable.
Notó como alguien se sentaba a su lado y le decía:
—No me mires. He visto lo que has hecho hace unas horas. Te llevo siguiendo desde entonces. No te voy a delatar, puedes estar muy tranquila.
Ella permaneció callada, mirando al frente tal y como le había indicado su vecino de asiento.
—Ese bastardo destrozó la vida de mi hija, hasta el punto de que se acabó suicidando. Desde entonces, le persigo día y noche esperando encontrar la forma de arruinarle la vida, pero yo no he sido tan valiente como tú. No sé tus razones, pero las puedo imaginar. He querido agradecértelo personalmente.
Cuando el tren se detuvo y ella sintió que el hombre se levantaba, se giró para alcanzar a ver únicamente la espalda de un anciano alejándose por el andén de la estación de Avenida de la Paz.