Sentí que aflojaba la presión en mi cuello. El hombre que me tenía aferrado parecía haberse olvidado de mí mientras negociaba con la Policía. También la punta del cuchillo se había deslizado poco a poco, sin que él se diera cuenta, y había pasado de oprimir la vena justo bajo mi mandíbula a apoyarse sobre mi omoplato.
Yo le escuchaba tratar con los maderos que rodeaban la sucursal y me daban ganas de llamarle “imbécil”. ¿Un coche que te lleve al aeropuerto?, ¿un avión cargado de combustible? ¿En serio? Tú eres tonto, chaval. Eso se nota enseguida. Tonto y además has visto demasiadas películas: menos mal que no exiges un helicóptero. Admítelo, pringao, os han cazado. No sé quién habrá pulsado el botón de alarma; el caso es que ha llegado la pasma cagando leches y ha rodeado el banco antes de que os diera tiempo a escapar. “Que estoy muy loco”, grita el notas. Lo dicho: un memo. Mira, niñato, no tenéis salida, ni tú ni tus colegas de ahí dentro que han quedado encañonando a los rehenes. “Rendíos de una puta vez”, me daban ganas de decirle, pero un agente, mientras el otro hablaba con el que estaba al mando del operativo, no paraba de hacerme señas de que estuviera tranquilo.
¿Tranquilo? En realidad, estaba sorprendentemente tranquilo. Tenía la tranquilidad suficiente para, por ejemplo, darme cuenta de ese detalle: de cómo se había deslizado la punta del cuchillo hasta un punto no vital. Si en ese momento le diera un empujón al que me aferraba y me lanzara hacia delante, hacia el coche patrulla que estaba solo a unos metros, el otro no tendría tiempo de darme una cuchillada, y aun dándomela no sería mortal. Claro que…
…
Estaba lo suficientemente tranquilo para darme cuenta de que aquello precipitaría las cosas. Después de mi escapatoria, los policías cazarían, seguro, al atracador que se había quedado sin rehén, pero ¿y los otros dos, los de dentro? Era muy probable que se liasen a tiros con los siete clientes, el cajero y el director de la sucursal. Probabilísimo que los matasen a todos. Y entre ellos estaba Blanca, mi esposa…
…
Blanca.
Sobre el suelo, cosida a balazos. Quizás una foto de su cadáver, cubierto con la manta vinílica, saliera al día siguiente en las portadas de los periódicos. “Tragedia en el asalto al Banco Comercial… Tres atracadores… Los hechos se precipitaron cuando, durante la negociación, uno de los rehenes logró zafarse y…”
¿Pero quién podría culparme? Vi la oportunidad de escaparme, y escapé. Fue casi instintivo. En aquel momento, me ofusqué y no pensé en lo que dejaba atrás. Y aunque en la investigación se descubriera que tengo un seguro de vida a mi favor, junto con el montante del plan de pensiones de Blanca y la propiedad del piso, que también me corresponde recibir, ¿qué? ¿Qué pasaría con eso? ¿Quién podría culparme? El miedo es libre y yo sólo quería salir de ahí.
Conté hasta tres……