Era el quinto en esa semana. El sudor resbalaba por la frente del detective Gordon mientras revisaba por décima vez la foto del cadáver. Tenía ese ojo grabado en la frente como los demás, ese ojo que le devolvía la mirada todas las noches mientras su pesado cuerpo descansaba rígido sobre aquel colchón barato. Encendió un puro que encontró entre los papeles. Respiró el humo con ansías y se acarició la nuca con fuerza. – ¿Dónde te escondes? – Su voz fue apenas un susurro. Le raspó la garganta, pero sabía que sus cuerdas vocales no habían hecho esos sonidos. – Céntrate. – Pasó la mano por su cabello y cerró los ojos para intentar aclarar sus ideas. Se durmió mientras un torbellino de hombres sin rostro lo arrastraban hacía aquel ojo.
Se despertó tiritando en el suelo con un reloj en la mano. Llegaba tarde a su turno en el hospital. Escuchaba a la doctora Hans rechinar los dientes. Condujo a una velocidad de vértigo. El desayuno se revolvió en su estómago. Entró en el baño con pasos agigantados y vio su reflejo en el espejo. – ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? – El agua corría sobre su aturdimiento. Miró el reloj. Llegaba tarde a su turno en la cafetería.
Pasó el delantal por encima de su cabeza. Jack le pidió un capuchino cargado como siempre. Mientras lo preparaba, la verborrea de aquel hombre le punzaba los oídos. Lo miró unos segundos de más al entregarle el vaso caliente, hasta que el reloj de la pared captó su atención. Las seis. Llegaba tarde a su clase de pintura.
Se ató el pañuelo al cuello y se colocó las gafas. No le gustaba especialmente enseñar a pintar a críos, pero es que de algo tenía que comer. Hizo girar varias veces el pincel en el agua. Se quedó absorto mientras la mancha se comía el líquido elemento. El reloj marcó las ocho indicando que la clase había terminado. Guardó las pinturas cuidadosamente en el maletín y cerró la puerta. Se alejó del edificio con paso ligero, colocando sus pies encima de cada losa. Su ensimismamiento hizo que no viera al hombre que caminaba en su dirección. El choque fue limpio y silencioso. Todo se tornó negro, incluidos sus pensamientos.
La textura de la cuerda era áspera, le gustaba. Seguía tirando y tirando. Sus oídos habían perdido la capacidad que les daba nombre. Y así seguía tirando, ignorando las ramas que arañaban sus hombros. Ignorando el olor a lejanía, a sangre, a pérdida. Tomó la vara de metal y dejó que su ojo se hundiera en la piel. Ahora también vería lo que él veía en sueños. Sacó el reloj del bolsillo.
El detective Gordon tuvo que adaptarse a la escasa luz lunar. Le pesaba el cuerpo, le dolía la cabeza. Observó aquel ojo, observó la vara resbalando por sus dedos. No tardó en darse cuenta de que se había pasado años persiguiendo su propia sombra, su propia forma.