El otro loro
Ainhoa García | Ainhoa García

La oficial Sotelo recorría el pasillo impaciente, jugueteando con un cigarro que se moría por encender.

—Ya era hora Olalla, llevamos cuarenta minutos esperándole. —espetó a su superior nada más verle.
—Cuéntame ¿Qué tenemos? —respondió él sin inmutarse.
Samanta aborrecía a ese personaje, el olor que desprendían sus poros, su rinofima y su desdén por el trabajo que ella amaba desde niña, la desquiciaban.
—Un hombre y su mascota, señor. El estudio estaba cerrado con llave. Su hijo se presentó sin avisar y lo encontró. Ya le he tomado declaración.

El inspector jefe saludó al equipo de la científica y se colocó en una esquina, observando.

—Una vecina asegura haber visto salir a una joven, según ella parecía una prostituta. —añadió Sotelo timidamente.

El cuerpo yacía en el sofá cama, medio desnudo. La cartera abierta sobre la mesa. Y una enorme jaula, con un loro muerto.

Un destello procedente de la entrada cegó a Sotelo. Un periodista, haciéndose pasar por vecino, logró saltarse el cordón policial y disparar con su cámara a contrarreloj, antes de que lo sacaran en volandas. La luz del flash despertó a Sotelo del letargo. Absorta hasta entonces en las elucubraciones de su superior, al fin empezaba a pensar con claridad, a sentir la escena como solo ella sabía hacer.
De un vistazo recorrió la vivienda al completo, atestada de trastos que debieron ocupar un espacio inmenso y ahora competían por unos centímetros.
La cocina era solo un mueble a medio esconder tras un armario, junto a un baño más útil que cómodo. La puerta, que debía aportar intimidad, parecía atascada y no cerraba más de un palmo, y el eucalipto que colgaba de la ducha embriagaba la escena.
—Sotelo, ¿Me has oído? Hay que hablar con la puta. —dijo Olalla.
Samanta miró a través de él, como si de un fantasma se tratase. Avanzó, dejándole a un lado con indiferencia y se acercó al mueble modular que ocupaba todo el testero. Había once fotos del fallecido con su viejo loro, pero en aquel moderno marco, camuflado tras varios ceniceros apilados, había dos.
—¿Y el otro loro? —dijo con la autoridad de quien está al mando.
—¿Qué dices? Solo hay uno, justo en esa bolsa. —Refunfuñó Olalla señalando al pasillo.
Sotelo se limitó a levantar la mano y avanzó aprisa hacia la ventana. Apartó la cortina por la esquina que el aire mecía y acarició los arañazos que dañaban el aluminio junto a la pestaña de cierre. Todo empezaba a cobrar sentido en su prodigiosa mente.
—¿Quieres dejar de deambular y centrarte coño? Me estás mareando niña. —intervino su jefe desde la pared dando un trago a su agua.
Sin pestañear, Samanta pareció volar hasta la cocina. Examinó el calentador, esbozando una sonrisa, y giró la rueda cerrando el gas.
—Inspector, he encontrado el teléfono de una tal Esperanza, puede ser la puta. —gritó un técnico mostrando un flyer desgastado.
—Ni se moleste. Aquí no hay nada que hacer, está claro que ha sido un accidente. —Sentenció Sotelo sacando un cigarro y dirigiéndose a la salida mientras murmuraba: La muerte dulce.