EL PAJARILLO
María José Moreno Díaz | Masé

Cuando contaba con la edad de tres años, Alfonso presenció a escondidas una estrecha disputa entre dos pájaros. Aquel hecho le fascinó. Se mostraban acalorados, golpeaban bruscamente las alas, unas contra otras, desprendiéndose así las plumas más pequeñas y débiles.
Uno de ellos, creyéndose vencedor, emprendió torpemente el vuelo, dejando a su víctima moribunda.
El niño, que lo había observado todo desde el principio, con sus sucias manitas sobre su cara de asombro, salió por fin del escondite. Caminaba despacio, rozando apenas el suelo con las puntas de los pies. Se inclinó ante el frágil ser que yacía con el pico entreabierto y una respiración casi artificial. Por primera vez se encontraba ante la muerte.
El pajarillo lo miró. Con un gesto inocente, el chico acercó su pequeño dedo y, al rozar el ala, lo apartó rápidamente.
– ¡Puede que esté encantado! – pensó.
Al ver que el cuerpecito no se transformaba en una horrible bruja de largos cabellos y escasos dientes, decidió acariciar sus despeinadas alas una vez más. El animalillo pareció agradecerlo, pero, cuando Alfonso se disponía a recogerlo, apagó lentamente su mirada para no encenderla nunca más.
El niño se puso en pie y caminó sombrío con el tibio ser sin vida en sus manos. Alzó la cabeza y miró hacia el cielo. Alfonso esperaba ver la sombra del pajarillo ascender cuidadosamente más allá de las algodonadas nubes; pero el ave continuó inerte en sus manitas.
– ¡Sólo se ha dormido! – pensó.
Depositó bajo un árbol al pajarillo, sumido en un largo ensueño, y se marchó.
Durante toda la noche pensó en lo sucedido. A la mañana siguiente despertó con el sol y comenzó a recolectar todos los insectos que se cruzaban en su camino. Llegó al lugar donde había dejado al pajarillo y cuál fue su sorpresa cuando, al bajar la mirada, vio que el cuerpo del avecilla estaba cubierto de minúsculos seres que caminaban desordenadamente sobre él. El niño continuó allí, callado. Abrió la cajita que contenía su preciado trofeo y dejó que salieran los insectos que había traído para alimentarlo.
Con los ojos enrojecidos, lloró. Él le había brindado su amor y el ave lo había abandonado.
Una vez más volvió los ojos al cielo, cubierto de grises nubes.
– ¿Dónde estás pajarillo?
Sus tres añitos se nublaron. Dio media vuelta y retornó sobre sus pasos. Caminaba pensativo; fijó la vista en los oscuros zapatitos cubiertos de polvo, rotos de dar patadas a las piedras que encontraba en su camino.
Durante unos meses, la sombra del pajarillo siguió viva en Alfonso. A la edad de tres años todo es enigmático. Al divisar cualquier clase de ave, cerraba estrechamente los ojos y colocaba las manitas sobre ellos; luego iba separando los deditos y los deslizaba por la nariz. Con aires de luchador, despegaba despacio sus párpados y al contemplar de nuevo el lugar, ya no estaban.
– ¡Da igual – pensaba – ¡Éstos, tampoco volverán!