EL PENÚLTIMO CASO DE SIR LIONEL LOVESNORT
Manuel Vázquez Cañal | Montgomery McGuffin

El tren llevaba casi cuatro horas detenido en la estación cuando pasajeros y tripulantes fuimos convocados al vagón comedor por el célebre detective Sir Lionel Lovesnort, del cual era yo a la sazón orgulloso aprendiz. Mientras miraba sus caras, una idea se mantenía fija en mi cabeza: uno de ellos era el asesino de la señora Bradley.
Tras media hora de espera, entró Sir Lionel, disculpándose profusamente y caminando con los pasos cortos e indecisos propios de un anciano. Una fugaz mirada a sus ojos brillantes y astutos me bastó para comprender que esa fragilidad era impostada y una vez más me pregunté de dónde obtenía esa energía un hombre de su edad.
En apenas diez minutos, haciendo gala de sus míticas capacidades deductivas, probó que un pasajero presuntamente norteamericano era en realidad Jonathan Straw, sobrino y único heredero de la víctima (la pista fue un gesto ofensivo realizado la noche anterior en la mesa de póker, mostrando los dedos índice y corazón al modo británico), así como amante de la secretaria de esta, la cual declaraba no haber oído el disparo desde el departamento contiguo.
—Entenderá usted, Sir Lionel, que mi discreción de caballero me impidió airear nuestras desavenencias familiares, así como manchar la reputación de esta joven —respondió el acusado con una sonrisa. —De cualquier modo, temo que sus insinuaciones no son más que lo que mi bien remunerado abogado llamaría “pruebas circunstanciales”.
—En ese caso, sin duda no se opondrá a que la policía registre su compartimento.
Ahora Straw directamente soltó una carcajada. —Mi querido Lovesnort… aunque ambos sabemos que no tengo ninguna obligación, cedo en beneficio de su avanzada edad y del resto de los viajeros, que desearán volver a sus casas.
Cuando la policía y Straw se marcharon, llevé al detective aparte, convencido de su derrota y dudando de sus facultades: ¿acaso era concebible que el culpable hubiese conservado la prueba de su crimen en su compartimento?
Entonces el anciano me miró, guiñando un ojo enorme y refulgente, y me lo explicó todo. El vigilante nocturno había escuchado un disparo poco después de salir de la estación de Orsha, en Bielorrusia; Sir Lionel, deduciendo que el asesino habría arrojado el arma por la ventana, había enviado en su busca y esta le había sido entregada hacía una hora.
—Como siempre le digo, Manolito (me llamaba “Manolito”, en español, cuando quería subrayar su condescendencia), la verdad finalmente termina por salir a la superficie… aunque a veces hay que darle un empujoncito —añadió con una sonrisa cruel. De repente comprendí por qué nos había juntado a todos y había llegado media hora tarde.
Pocos minutos después llegó la policía, escoltando a un boquiabierto Straw, y nos comunicó que habían encontrado en el fondo de su maleta el arma del crimen y una bolsa con unos veinte gramos de cocaína. Mientras todas las miradas se dirigían al asesino, yo fui el único que vio cómo Sir Lionel se echaba la mano al bolsillo del chaleco y ahogaba una maldición.