El pequeño hitler
Sergio Pérez Algaba | Serge Buk

—¿Pero qué…?
—¿Qué pasa, cariño?
—¿No has oído nada?
—¡Boom!
—¡Otra vez!
—Joder, es verdad. Ya está el vecino…
Era sábado, un sábado como otro cualquiera. Serían las 8 de la mañana y sonaron unos zambombazos tremendos. Me levanté y, sin ponerme las zapatillas, para no hacer ruido, anduve de puntillas por el pasillo.
—¡Boom! ¡Boom!
Eso no podía ser el vecino, venía como de la calle. Fui corriendo hasta el salón y allí estaba el crío, entretenido con el Lego y el suelo lleno de piezas desperdigadas.
—¿Peque, no has oído unas explosiones?
—Sí, estoy jugando a la guerra.
—¿Cómo? —Me acerqué.
—Pues que estoy jugando, con el Lego, a la guerra.
Adolfo no estaba asustado lo más mínimo y yo tendría las pulsaciones por las nubes. Me acerqué a la ventana, aparté un poco la cortina y colé mis ojos para mirar por ella. La calle estaba tranquila, casi sin poner; tan sólo pasaba algún coche de vez en cuando.
—¿Qué pasa, mamá? —Adolfo me miraba fijamente.
—Peque, ¿no has oído un ruido tremendo, como cuatro o cinco petardos?
—Sí, mamá. Es que los malos están atacando el puerto.
—¿Pero qué puerto, si estamos en Madrid?
Fue una pregunta que pensé en voz alta. No entendía nada. Me acerqué de nuevo a Adolfo y me senté de rodillas a su lado.
—¿Cómo esos barquitos de fichas de colores van a hacer ese ruido tremendo?
—No son barquitos, mamá, son galeras medievales. Mira.
Entonces hubo otro zambombazo y un castillo de piezas voló por los aires. Mientras, decenas de soldaditos de piel amarilla salieron de una caja en tropel, armados hasta los dientes, dirección al puerto.