EL PINTOR DE PIEDRAS
Fernando Salcedo Alfayate | Fernando Salcedo Alfayate

Siempre he querido ser policía, pero el día que me tocó detener a Fabián, el de las piedras, odié pertenecer al cuerpo.
El cadáver del chico pelirrojo y picado de viruela apareció en el terraplén, entre los zarzales. Desapareció en esa zona y la búsqueda duró poco. Encontraron el cuerpo de ese «delincuente juvenil», con la cabeza destrozada.
La científica lo dictaminó como atropello, al encontrar gran cantidad de polvo reflectante de la carretera en su machacada cabeza.
Cuando el Pelos se derrumbó y vino con sus padres a comisaría, fue cuando nos enteramos de que esa tarde, él y sus amigos, entre ellos el pelirrojo, habían estado molestado a Fabián, el pintor de piedras que vivía en la calle y ganaba algo de dinero con ellas, incluso yo mismo tengo varias suyas en la mesa de mi trabajo.
Esa tarde ellos estaban colocados, cuando pasaron cerca de la mesa, más bien tablón improvisado, de las piedras, se fijaron en que una morena preciosa, estaba hablando con él. Se rieron un poco de los dos y se fueron, pero el pelirrojo regresó.
Al día siguiente como no se presentó a cumplir la condena de la comunidad, los cuidadores denunciaron su desaparición. En pocas horas se encontró su cuerpo.
Al principio nos dijeron que fue un atropello, pero mi mesa siempre estaba llena de sílice, así fue como supe que le había machacado la cabeza.
Cuando detuve a Fabián me lo contó todo;
—Esa chica me compró una piedra, la de la pareja abrazada, eran preciosas, la piedra y la chica. Por allí pasaron esos chicos, los drogatas de siempre. Yo no les hice caso, pero se metieron con ella, los amenacé, se rieron de mí, pero se fueron. A los pocos minutos llegó el pelirrojo, la chica ya se alejaba contemplando su piedra, yo sentía alegría al verla, pero ese payaso me tiró la tabla con todo al suelo.
Yo lo contemplaba sin necesidad de intervenir, él tenía ganas de contarlo todo.
—Yo me enfadé —continuó Fabián—, y lo agarré del cuello, él me dio un puñetazo, mira mi ojo morado. La patada en mi vientre dolió mucho, sabes que tengo úlcera, de tanto vino y tantos años sufriendo, pero al momento le vi caer y a esa preciosa chica machacándole la cabeza con la mariquita azul que estaba pintando en ese momento. Le acababa de echar el polvo, sus manos y el pelo del pelirrojo se llenaron de brillantina.
—¡Tengo que buscarla y detenerla! —dije yo como un novato.
—Mira chico. Tengo setenta y cinco años, esa chica me salvó del payaso pelirrojo, nunca repetiré lo que te he contado.
Cuando fuimos a juicio y le preguntaron, dijo «¡fui yo en un ataque de ira!».
Nadie sabe si la preciosa morena que le visitó los pocos días que estuvo en la carde, era familia suya.
Yo sí sé quién es ella y no puedo hacer nada, ¿o no quiero?