El edificio se alzaba donde acababa la ciudad antigua y empezaba la nueva. Todavía conservaba la puerta que, en otra época, servía de acceso a los coches de caballos. El portero me facilitó las llaves de la vivienda del cuarto, cuyos propietarios volverían de vacaciones en dos semanas. Un encargo sencillo. Levantar el plano de distribución de una casa heredada por una pareja. Lo necesitaban urgentemente para su venta.
Allí me encontraba, solo, en un piso señorial de principios de los años veinte del siglo pasado. Saqué el medidor láser y la cinta métrica, lo más parecido para un arquitecto a la placa y pistola de un policía. Comencé a anotar las distancias en un cuaderno. Me llevó un par de horas.
Ya en el estudio, volqué los datos al ordenador. Consiste en unir puntos, como hace un niño con los numeritos de un cuaderno infantil hasta obtener una figura. El plano no encajaba. Aparecía un inexplicable rectángulo vacío de nueve metros cuadrados en el centro de la vivienda. Supuse que sería un fallo mío de medición. Apagué el flexo y me fui a casa.
Volví temprano al día siguiente. Desenfundé el láser de nuevo y medí la zona conflictiva. Todo correcto. Lo sencillo se complicaba. Contacté con los dueños. Para terminar el plano, precisaba comprobar qué había detrás de ese muro y realizar una cata. También un albañil. Aprobaron ambas sugerencias.
Llamé al Colilla, el operario idóneo para estos trabajillos. Estaba disponible. A la media hora se presentó. Bajito y de pelo oscuro naciente desde las cejas. Sin necesitar explicaciones, me preguntó que dónde quería que picase. Señalé la esquina inferior del muro. Tras quince minutos dándole a la maza, llegamos al otro lado. Metí el brazo por el agujero e hice una foto. Solo se veía una superficie metálica. Había que seguir picando. Mi curiosidad aumentaba.
No alcanzaba el boquete al medio metro de alto cuando, sonó su móvil. Aviso urgente. Una avería. Recogió las herramientas y se marchó. Decidí entrar.
Arrastrándome, atravesé la “gatera”. Una cámara de unos dos metros de altura con un armatoste metálico dotado de manivela ocupaba casi todo el volumen de la sala. Una caja dentro de otra. Apoyé el móvil a modo de lámpara y, aplicando un esfuerzo descomunal, giré la palanca. Debía llevar noventa años cerrada. Dentro había varias montañas de carpetas. Ansioso por desvelar su contenido, cogí una de ellas cuando ¡Clonc! un sonido de condena provocó la oscuridad total. No había manivela en el interior. Di golpes, pataleé y grité, sin resultado. Estaba atrapado en una caja de acero. A oscuras, con mi teléfono al otro lado. Tras la desesperación, me relajé. Solo podía esperar. De vez en cuando, escuchaba la melodía del móvil, hasta que dejó de sonar.
Y los días pasaron. Hasta que llegó mi rescatador, el Colilla. Omito los detalles del estado en el que fui encontrado, rodeado de heces y orines. De mi cuerpo blanquecino conservado por la humedad.
Había descubierto mi propia tumba.