EL POZO
ANA MARIA ABAD GARCIA | Ana María Abad

Aún no se habían extinguido por completo los ecos del timbre cuando Eduardo abrió la puerta para encontrarse cara a cara con el rostro severo del policía. Aquellos labios fruncidos bajo el bigote formando una apretada línea recta, aquellos ojos entrecerrados con recelo tras las gafas, no auguraban nada bueno.
El sargento Martínez contempló al sospechoso con la rabia hirviéndole en las venas. Aquel malnacido había asesinado a sangre fría a media docena de mujeres y no podía permitir que saliera impune.
El comisario jefe le había advertido: “es un tipo con dinero e influencia, necesitarás pruebas muy sólidas”. Y allí estaba él, sin ninguna evidencia física, ni siquiera circunstancial, ni un solo indicio por diminuto que fuera, tan solo su intuición, ese olfato de perro de presa que no le había fallado nunca y que ahora le decía que ese hombre apuesto y arrogante, con pinta de darle con la puerta en las narices de un momento a otro, era el asesino que llevaban meses buscando.
Todas las pistas que había seguido hasta el momento le conducían a él, aunque al final el rastro, invariablemente, se evaporase como el humo. «Pero donde hay humo siempre hay fuego», se dijo a sí mismo, y empujando la puerta con más rudeza de la que había pretendido, se coló en la elegante mansión.
– Sabe que no puede entrar así, sin más -Eduardo le miraba alzando una ceja, con estudiado hastío-. ¿Trae una orden?
Al sargento Martínez le chirriaron los dientes. “No, hijo de… no tengo la maldita orden”. La sonrisa le salió breve y forzada.
– No, no la traigo -dijo despacio, tenso-. Pero he pensado que tal vez quisiera usted colaborar en un registro informal. Ya sabe, para limpiar su nombre.
La ceja de Eduardo se elevó aún más, si es que eso era posible.
– No sabía que estuviera sucio.
“Encima, con sarcasmo”. Los dientes del sargento Martínez estaban a punto de saltar en pedazos de tanto apretarlos.
De pronto, inexplicablemente, la actitud del dueño de la casa dio un giro radical e inesperado: Eduardo se hizo a un lado, señalando con el brazo extendido hacia el patio interior.
– Detrás de usted, sargento.
Martínez avanzó como un huracán, salió al patio y echó un vistazo en redondo. En el centro del soleado recinto se alzaba un pozo de piedra con aspecto centenario, el lugar ideal para esconder seis cadáveres. El policía se dirigió derecho hacia él, se asomó al brocal y sacó el móvil para tratar de iluminar el lejano fondo con su linterna, sin éxito.
– Tal vez debería llamar a su compañero -la voz de Eduardo sonó gélida tras él.
– He venido solo.
Se percató de su error al sentir el violento empujón en su espalda y, mientras caía por el pozo, acercándose con rapidez al agua espesa y llena de miembros putrefactos, lo que más lamentaba era haber soltado el móvil y no poder enviarle al comisario jefe una foto por wasap.