El proceso
Gemma Arnero | Ruido de lluvia

Se consideraba una mujer normal que vivía enlatada. Odiaba las sorpresas y lo planeaba todo en sus libretas con una precisión de francotirador del Este. Solía mostrarse como si estuviese bajo el efecto de la epidural, en un estado de felicidad artificial. Ahora necesitaba revivir una explosión de energía para sentirse viva y por ello empezó a organizar una de sus locuras. Al salir de la cama determinó que esta vez sería con una pistola.
Mientras el agua caliente le acariciaba la espalda, se preguntaba quién debía morir. Como siempre, la primera opción era su madre. La describía castradora, manipuladora y nada afectuosa. Sabía que la indultaría en el último momento, pero gozaba situándola como cabeza de lista. El perdón le nacía de la compasión. No hacía su progenitora, sino hacía Julia, su sobrina. Vesta inocente que desconocía la naturaleza de su abuela.
En segunda posición situaba a la menstruación. Ella, siempre acompañada de dolores, pechos hinchados y por un deseo incontrolable de azúcar en todas sus variantes, continuaba desconcertándola. Detestaba su irregularidad que le complicaba la gestión del día a día. La rechazaba y se divertía humanizándola. La consideraba una amiga fiel, pero molesta, de las que lanzarías dentro de un contenedor.
Necesitaba dos objetivos más. En un cerrar y abrir de ojos, el perro del tercero quedó incluido. Cuando su propietaria marchaba a trabajar, la bestia empezaba a llorar y no se detenía hasta la noche, cuando escuchaba la cerradura. El pobre animal padecía, no podía soportar el abandono diario y un disparo lo liberaría del maltrato que sufría por ser una mascota de fin de semana.
Después escogió a su vecino de aparcamiento. Le había abollado la porta de su coche. Él lo negaba y no la saludaba. Es curioso como el peso de la culpa lo convertía en una ameba mal educada. Al finalizar la ducha matinal ya lo había nominado como ganador del mes, liberando a su madre, la menstruación y al chucho.
Revisó sus libretas hasta encontrar las páginas destinadas a su objetivo. Cuando detectó el golpe en la puerta, inicio un seguimiento preventivo semanal, dónde anotó que el individuo trabajaba en un edificio de oficinas y por las tardes cultivaba un huerto ilegal cerca de una riera. Allí había construido una chabola con planchas de uralita y madera. A las ocho regresaba a casa. Entonces, no quedaba nadie, solo se escucha el ruido lejano de los coches y algún ladrido de perro. Le esperaría cerca del vehículo. Los lugares oscuros y solitarios le parecían ideales para actuar a cara descubierta.
Le pidió a Alexa música suave para meditar. Hacerlo la centraba. Inspiraba y expiraba. Cada vez más consciente de su aquí y del ahora. Sabía que la parte espiritual se debía trabajar para ser una persona brillante y ella tendía a enmarañarse con sus pensamientos. Al expirar, concluyó actuar al anochecer del jueves.