EL PROFESOR AZUL
Lucrecia Hoyos Piqueras | Lucibum

EMPECÉ MI TURNO EL DÍA DE SAN VALENTÍN con otra mala noticia. Habían hallado el cuerpo de un hombre de cincuenta años sin signos de violencia. Inmediatamente nos trasladamos al lugar de los hechos para inspeccionar y recabar pruebas que nos desvelaran la causa de la muerte. La casa estaba ordenada, el finado yacía en un sofá con una mueca de dolor.
La ausencia de huellas y de rastro alguno hacía difícil la resolución del caso. Preguntamos a la vecindad. Apenas lo conocían, llevaba dos años viviendo en aquel apartamento y no se relacionaba con nadie.
La autopsia, después de varios días, determinó la muerte por envenenamiento con etilenglicol.
Descartado el suicidio, comenzamos a investigar en la vida de Matías González. Era un sujeto gris. Fue seminarista unos años y después ejerció como profesor de religión en varios institutos de secundaria. Parecía que su vida se limitaba a ir del trabajo a casa. Se había trasladado de domicilio con arreglo a los cambios de destino.
Su ordenador desveló que estaba inscrito en varias páginas de contactos, pero no parecía tener relaciones con la misma mujer más de una vez, lo que hacía difícil seguir ese rastro. Casi siempre se trataba de mujeres jóvenes, en la treintena. Nos llamó la atención la última con la que había contactado, tenía cuarenta y dos años, se hacía llamar Rosa Azul. Vimos que, a diferencia de los otros casos, había sido ella la que había iniciado la conversación. Una conversación más larga de lo habitual y que rápidamente se adentraba en un tono erótico morboso; ella parecía dirigir el juego y él se limitaba a dejarse llevar. No se habían intercambiado el móvil, pero sí habían concertado una cita un mes atrás y nada más. Él tampoco había contactado con ninguna otra desde entonces.
Descubrimos que detrás del perfil se escondía una mujer normal en apariencia, Eugenia Martos. Era profesora de química en la universidad, soltera, reservada, con pocos amigos y entregada a su profesión.
Cuando fuimos a interrogarla se mostró tranquila, dijo que había tenido una cita con el finado, que mantuvieron relaciones en un hotel, cosa que se pudo comprobar, y que no lo había vuelto a ver. No tenía cuartada para el día de la muerte ya que vivía sola al otro extremo de la ciudad. Sin embargo, al profundizar en su pasado vimos un punto de conexión entre ellos: Matías González había sido su profesor de religión treinta años atrás.
Volvimos a interrogarla con ese nuevo dato. Siguió sin alterarse y dijo que no lo recordaba. Pero tras mucho insistir, se desmoronó y nos contó su seducción por parte de aquel desaprensivo cuando solo contaba con doce años. Las reiteradas violaciones a que la sometió en nombre del amor que ella creyó y cómo se borró del mapa cuando estuvo a punto de ser descubierto. Confesó que le había destrozado la vida, que nunca lo había olvidado y que vivió solo para vengarse.