A pesar de estar totalmente prohibido, encendió un cigarrillo mientras miraba al fulano postrado en una camilla hospitalaria. No es fácil ser un expolicía indigente habitual de las calles. Tras su expulsión del cuerpo, colabora como mercenario de antiguos compañeros, a los que resuelve, a su manera, lo que ellos son incapaces a cambio de favores que hacen más fácil su nuevo status social.
Aquel hampón, al que ahora protegía, recuperaba los sentidos conforme el sedante desaparecía de su sangre.
—Pero… —intentó aclarar su situación a la vez que volteaba su cabeza a ambos lados clavando la mirada en su cuidador.
—Pschhhh… calladito estas más guapo —le advirtió mientras afirmaba las correas que lo inmovilizaban al lecho y procedía a amordazarlo para evitar gritos o conversaciones que poco le importaban.
Había acudido a la consulta de Benito, como siempre, por la puerta de atrás. El matasanos no podía negarle asilo por favores pendientes, pero aquel lugar tampoco era seguro. Una vez extraída la bala de la pierna, el galeno apremiaba por dejar limpio aquel sótano lleno de humedad que llamaba “Quirófano”.
De repente, notó el exmadero un exceso de nerviosismo en el sanitario previo a una ráfaga de metralla que barría la sala clandestina. El plomo no respetó a traidores y, mientras protector y protegido escaparon indemnes, Benito poco tenía que arreglar ya en esta vida rodeado de un charco de sangre.
Los ojos del mafioso se humedecieron de miedo y su respiración jadeante delataba el próximo blanco. Una patada a la puerta de cristal que los aislaba hizo saltar decenas de esquirlas por toda la estancia, aunque el autor de la misma no pudo avanzar más pues una bala silenciada, que le entró entre las cejas, cortó de plano su vida. Había sido un rápido movimiento, alejándose de la camilla, buscando cobijo tras una cajonera de madera. Y también desde ahí abatió al siguiente gánster atravesando su corazón con la puntería que le caracterizaba.
Temiendo por su vida, y la de su protegido, se mantuvo en silencio esperando nuevos movimientos hostiles que amenazasen en breve.
—Entréganoslo y nos olvidamos de todo —casi le exigió una voz grave que de inmediato pasó a gritar retirada ante el sonido de sirenas cada vez más cercanas —. ¡Nos volveremos a encontrar, despojo policial! —tronaba cada vez más lejos mientras se oían zapatazos de carrera.
Un intercambio de tiros dejó paso a más galopadas inquietas, esta vez aproximándose a ellos, y nuevos gritos familiares preguntando por dónde estaban. Cuando entraron en el refugio varios agentes armados, agitando sus pistolas en todas direcciones, lo encontraron saboreando un pitillo mientras palmeaba “cariñosamente” la cara del infeliz que seguía tumbado.
—¿No lo podías haber cuidado mejor? —se le encaraba enfurruñado el que parecía el jefe mirando las correas y la mordaza.
—Ahora lo meces tú y le das cariñitos —se mofaba el protector mientras enfilaba sus pasos de regreso a las calles entre miradas de excompañeros que lo admiraban y temían por igual.