EL PUEBLO
Miriam Herrán de Viu | DATE ALAS

Julia mira a un lado y al otro. No hay un alma. El frío helador y la espesa niebla que se ha apoderado de cada recoveco del pueblo no invita a pasear.
Se sube la cremallera de la chaqueta y da otra vuelta a la bufanda granate que le envuelve el cuello. Había pensado que sería sencillo: Unas preguntas a los vecinos, y seguramente concluir que la chica se había ido voluntariamente en un acto de rebeldía.
Llama con los nudillos a una de las enormes puertas de madera que presiden las casas arremolinadas a ambos lados de las empedradas callejuelas.
—No voy a abrir —escucha desde el interior de la casa.
—Solo son unas preguntas.
—Todos buscáis lo mismo. Un titular asqueroso que espante a los visitantes y volver a vuestras madrigueras.
—No soy periodista.
La puerta se abre ligeramente y unos ojos saltones y enmarcados por arrugas la miran con desconfianza.
—Me ha contratado la familia de Ana.
—No sé nada.
—¿No vio nada extraño esa noche?
El anciano duda, no quiere que se le note, pero desde hace días no pega ojo, sabe que algo está al acecho.
—No lo vi.
Julia hace el amago de separarse de la puerta.
—Pero lo escuché —susurra el anciano antes de cerrar los escasos centímetros que se ha permitido asomarse al mundo exterior.
—¿Qué escuchó? —pregunta pegándose a la puerta ya cerrada.
—La llamada. La campana.
Frunce el ceño. No sabe si ha escuchado bien, pero el frío cada vez es más molesto. Asciende por la empedrada calzada. Gira a la derecha porque le ha parecido distinguir a alguien. Con la niebla no ve con claridad si se trata de un hombre o de una mujer.
—¡Perdone! —grita, y su reclamo enmudece conforme atraviesa la niebla.
Al llegar a la plaza contempla un campanario. Las puertas de la iglesia están cerradas a cal y canto y no le parece extraño que en un pueblo tan pequeño alguien escuche el repiqueteo de las campanas.
Revisa en su libreta la poca información que ha reunido. Un escalofrío la recorre, y justo después escucha un leve tintineo, como el de una campanilla. Alza la vista y ve de nuevo la sombra de antes que se pierde calle a través. La sigue, al sonido más bien, porque no logra ver nada. Ni siquiera la hoja del cuchillo que está a punto de atravesarle la garganta, dos segundos después de averiguar qué le sucedió a Ana.