Corro a toda velocidad. Los policías me siguen, formando sombras bajo las lámparas de gas. Tuerzo hasta el East End y me meto por una de las apestosas callejuelas. El suelo está embarrado y la ropa remendada de los tendales me golpea la cara.
Al fin llego a casa. Los policías entran detrás de mí. Miran a la mujer tendida en el suelo e intercambian miradas de incredulidad.
—Es mi mujer —balbuceo—. Llegué de trabajar y la encontré así, en este charco de sangre. El asesino salió corriendo por el callejón.
El mayor de todos se adelanta. Todo el mundo en Londres lo conoce. El inspector Davies de Scotland Yard me dedica una mirada de lástima. A pesar de que no quiero verla, mis ojos se dirigen hacia Justine. Tiene la cara blanca y el pecho abierto en decenas de amapolas rojas. Me tambaleo y sollozo.
—Cálmese y díganos qué ha pasado —dice Davies.
—Salí de Malborough Mills a las ocho. Me paré un rato a charlar con Ross Simms, tal vez media hora. Luego vine a casa. Justine se enfada si tardo. Por el amor de Dios……
Davies se aproxima y me apoya una mano en el hombro.
—Continúe, buen hombre.
— Antes de entrar vi a un hombre salir. Era pelirrojo, llevaba traje de pana y algo le brillaba en las manos. Se me heló la sangre. Pensé que podría ser un ladrón, aunque nosotros no tenemos nada… Entré y me la encontré así. No me atreví a tocarla y fui a buscarles.
—Wilkes, Collins, busquen a alguien con esa descripción —dice Davies. Dos policías salen por la puerta.
Davies se acerca a Justine y yo retrocedo, luchando por sostenerme sobre mis piernas temblorosas. Intento no mirar mientras él examina el cuerpo. El resto de policías observan. El ambiente está tan denso que parece melaza.
Al rato, Wilkes y Collins reaparecen, acompañados por un tercero. Davies me pone una mano consoladora en el antebrazo. El hombre es moreno y no se parece nada al que yo vi. Estira un brazo hacia mí y chilla.
—¡Es él! ¡Él mató a mi Mary!
—¿Qué? —grito sin comprender— ¡Está loco!
Intento mover las manos pero Davies me sostiene las muñecas con fuerza. Bajo la mirada y contengo la respiración. Mi piel está pintada de escarlata y un cuchillo cuelga de mis dedos.
Davies me retuerce los brazos y el arma cae al suelo. Me empuja hacia la cocina y me obliga a clavar los ojos en el reflejo de una cacerola de estaño.
Un pelirrojo me devuelve la mirada. Lleva un traje de pana.
Vuelvo a mis cabales y empiezo a recordar. El tacto del mango del cuchillo, la hoja abriéndose paso en la carne mientras la mujer grita y el hombre sale corriendo. Los policías se me echan encima y me esposan.
—Daniel Simms, has vuelto a escaparte de Bedlam —dice Davies—. Nunca has tenido mujer y no trabajas en la fábrica. Eres un paranoide peligroso. Te juro que es la última vez que sales del manicomio.
—Eso lo veremos, Davies.