EL REGRESO
Antonio Montía Gutiérrez | Antonio Montía Gutiérrez

Alguien, preocupado por la falta de noticias, alertó a la policía de Baltimore la pasada noche. Un coche patrulla respondió al aviso y se personó en el domicilio.
La vivienda, una vieja casa de dos plantas, en el 2522 de Greenmount, estaba cerrada. Un agente recorrió el perímetro mientras el otro seguía llamando a la puerta. Ninguna ventana rota, ninguna abertura.
Avisaron a la central de que accedían al inmueble. Utilizaron un ariete para reventar la cerradura.
Entraron en la casa barriendo con sus linternas cada habitación. Apestaba a muerte y a descomposición. No tocaron nada ni encendieron luz alguna. Veteranos.
Lo encontraron, parcialmente momificado, recostado en un sillón del salón, frente al televisor en marcha. Una lámpara encendida sobre la mesilla, a su derecha. Bajo el sillón, grandes manchas causadas por los fluidos de la descomposición.
Inútilmente, los agentes se tapaban la nariz con la mano. Uno de ellos usó su radio para pedir un equipo forense y un par de detectives.
Siempre debía acudir alguien de la División por si la muerte había sido violenta.
Una hora después, los del laboratorio, enfundados en monos desechables, se movían descuidadamente por el salón pobremente iluminado. El fotógrafo disparaba el inhumano flash desde diversos ángulos.
Un criminalista se dirigió a la detective.
– Suicidio. No cabe ninguna duda.
– Eso parece –. Ella se movía despacio alrededor del cadáver, iluminando cada punto con su potente Mag-Lite.
Magda Stronghold. Treinta y ocho años. Diez en el cuerpo. Cinco como detective de Homicidios. Metro setenta, atractiva, morena. Pelo corto recogido en una coleta. Vestía ropa cómoda y funcional. Camisetas de una talla más grande para evitar algunas miradas. Siempre compitiendo con sus compañeros varones. Había sido patrullera y llegó a la División, tras su ascenso, cuando un caso de asesinatos en serie requirió todos los refuerzos disponibles.
Todavía sin resolver. Pero ella estaba segura de que el asesino era un juez.
– La vivienda, cerrada por dentro a cal y canto. La puerta, con un pestillo adicional. Era precavido – continuó él – Esto está visto.
La pistola seguía colgando del dedo, por el guardamonte, al final del caído brazo derecho. Calibre pequeño. En la sien, quemadura, restos de pólvora y un minúsculo agujero de entrada. Sin salida.
Los uniformados, pisoteándolo todo.
Dobbs, su obeso compañero, se apoyó, aburrido, junto a la ventana y encendió un cigarrillo. Estaba prohibido. No le importaba. Se jubilaba en seis semanas.
Aquello era un circo.
Ella fue rodeando, lentamente, el sillón. Una botella de vodka – vacía – una biblia en la mesilla y un rosario sobre las páginas abiertas.
Dirigió el foco hacia el libro.
Un párrafo subrayado. “Todos los que han pecado sin conocer la ley también perecerán sin la ley; y todos los que han pecado conociendo la ley por la ley serán juzgados” .
– ¡Quietos! ¡No mováis ni un dedo!
El grito resonó como un cañonazo. Todos quedaron inmóviles, mirándola con sorpresa.
– Ha vuelto – dijo -. El asesino del rosario ha vuelto.