EL REMO DE SAN TELMO
IDOIA ARAMENDIA LOPEZ DE GUEREÑO | LURRUMBE

Don Domitilo yacía en el suelo de la ermita de San Telmo, con una gran brecha en la cabeza y sangre a su alrededor.
Don Teófilo tenía las manos ensangrentadas y la sotana manchada. De todos era sabido lo mal que se llevaban entre ellos. Hacía más de diez años que se conocían, pero desde el primer momento no sintonizaron. La chulería del vicario y el descontrol con la bebida contribuyeron a ello.
El temporal se ciñó en Zumaia, el pueblo quedó sin luz, las señales de emergencia avisaban, sin descanso, de lo que se avecinaba.
Tras discutir, Don Teófilo vio como Don Domitilo, disgustado, se adentraba en la oscuridad, subiendo hacia la ermita de San Telmo, la pequeña capilla renacentista, avejentada por las inclemencias meteorológicas. Las goteras, la tarima abombada, recordaban al bueno del párroco que la recogida de limosnas debía destinarse a su arreglo.
El comisario Bernardo interrogaba al vicario, quien, entre sollozos, susurraba que se lo había encontrado así. El comisario preguntaba, asentía con la cabeza, escribía y observaba. Algo no encajaba.
Aquella noche el viento azotaba con fuerza, las olas rugían al romper en el acantilado. Como la ermita había sido «violada” varias veces, llevándose el cáliz, la corona de la virgen, vinagreras y micrófonos, Don Domitilo no quería más altercados, así que subió a la ermita, patrón de los marineros, sabiendo que el trayecto le vendría bien para olvidar el altercado con su vicario. Un rayo dibujó la silueta de la ermita y le pareció moverse con rapidez una sombra. Cada vez le costaba más subir por aquella cuesta abrupta, “ni los años ni los kilos perdonan”, pensó Don Domitilo.
De repente, Don Teófilo recordó el choque y acusó a Tasio.
Tasio escapó asustado de la ermita y no vio al malhumorado vicario que subía a regañadientes por la cuesta tortuosa. Chocaron y casi pierde el equilibrio Don Teófilo, quien empapado por la lluvia, con la sotana zarandeada por el viento incontrolado, repasaba en alto lo que le iba a recriminar al insensato del párroco. Su enfado desproporcionado consiguió despistarlo del camino y no ver con las lentes mojadas, al desaliñado Tasio.
Las miradas acusaban a Tasio que seguía con sangre en sus manos. Sus huellas coincidían con las encontradas en el cuerpo del párroco y en el remo, pero no cesaba de insistir en su inocencia.
Recopilada la información y los resultados, Bernardo transcribió su veredicto. Ante el temporal, Tasio se refugió en la ermita. Don Domitilo vio la sombra y, furioso como estaba, no recordó las triquiñuelas necesarias para entrar. Desde la puerta empezó a gritar contra el supuesto ladrón, arrastrando la pesada sotana, tropezó con la esquina arqueada de la tarima, empezó a dar pasitos cortos, con el cuerpo cada vez más vencido, intentó sujetarse al remo apoyado en la pared que custodiaba la virgen, pero desafortunadamente éste cayó sobre su cabeza. El golpe seco le provocó la muerte ante Tasio. «Ambos dicen la verdad», sentenció Bernardo.