EL RETRATO
ANGELES CAÑADAS | CANDELA BROWN

Echó un último vistazo al estudio antes de coger las llaves depositadas sobre el estante cerca de la puerta.
Todo estaba en su sitio, los bastidores apoyados en la pared, los tubos porta lienzos agrupados por tamaños, los pinceles en los cubiletes, el suelo limpio sin rastro de manchas. La cama había quedado desnuda, toda la ropa utilizada para su obra había sido destruida, como siempre, no podía permitirse ningún rastro de semen o sangre y sobre todo las herramientas empleadas para cortar y desmembrar estaban en la caja fuerte bajo una losa completamente oculta en un extremo de la sala. Era un trabajo duro, siempre quedaba tremendamente exhausta del esfuerzo, dolorida desde la cabeza a los pies.
Se empleaba a fondo, sus experiencias anteriores le habían permitido desarrollar su método personal, un protocolo preciso y meticuloso, necesario para no dejar rastro de lo que provocaba su inspiración, de lo que le permitía pintar una obra, que en el mercado del arte gore era apreciada y esperada hasta el punto de ser adquirida incluso antes de ser vista.
El tiempo le había hecho ver que pintar el horror y el miedo, la angustia y la súplica, debía ser plasmado en el lienzo, desde la realidad del sentimiento profundo de ese preciso momento, en que la victima, a ella le gustaba llamarla “modelo artístico”, sin saber como, había sido desprovista de su voluntad e intentaba sobrevivir agonizando siendo consciente de lo que estaba a punto de ocurrir.
Era un instante mágico, poético y trágico a la vez, una mezcla real y pura, que le hacía llegar al clímax mental, mientras los trazos de diferentes colores se impregnaban sobre la tela, mientras los pinceles se deslizaban por sus dedos ágiles y su corazón le golpeaba el pecho en una carrera desenfrenada por captar todos los detalles, sabiendo que en cuestión de minutos, todo acabaría.
Cerró la puerta blindada con el anagrama amarillo de “peligro productos químicos” y salió hacia el pasadizo semioscuro que llevaba dirección al parking abandonado de lo que en su día fue una planta química, propiedad de su familia, en un polígono industrial a las afueras de la ciudad.

Mientras se liaba el cigarrillo en la puerta de la cafetería cercana a la comisaría de policía, Carmen Parral, volvía al momento en el que, la que había sido su “nana” durante su infancia, se había presentado en su despacho para denunciar la desaparición de Carlos, su hijo menor.
Había sentido el palpito y cuando esa sensación se le enganchaba entre pecho y espalda, todo lo racional dejaba de existir. Era una sensación visceral, una señal en sus sentidos, que le había acompañado desde siempre y que nunca le había fallado.
Sabía que algo había ocurrido y sabía, que desde ese instante todo su ser empezaría a engranar la maquinaría para averiguarlo. Aspiró profundo el humo del cigarro y amarro en corto la perra de presa que estaba a punto de salir.