EL RISCO
Sergio Rojas Zaurin | Zaurín

Se encontraba parado de frente a un abismo, no entendía cómo había llegado allí y menos cómo salir. Sabía que no existía camino alguno detrás de él. Trataba de encontrar una respuesta a este absurdo. Quiso gritar o pedir ayuda, pero era algo inútil, más aún, experimentó un gran miedo al pensar en su propia voz, débil, confusa y desconsolada, hundida en el fondo de ese silencio; podría decirse que se encontraba en el fin del mundo, y cómo regresar sin tener idea de cómo llegó ni a donde querer llegar, sus pensamientos eran tan estériles como aquel lugar. Empezó a reflexionar acerca del instante siguiente a este y después el próximo, y todos le resultaron iguales; no existiría ninguna alteración, solo una imagen y era esta eternidad de desolación de la cual formaba parte él, un niño de siete años parado sobre un risco. ¿Cómo es posible que esté pasando esto? Sentía el precipicio a pocos pasos de él, pero no se atrevía a verlo, el miedo lo había inmovilizado. No pasó mucho tiempo cuando comprendió algo: estaba claro que no había forma de salir de esta situación y cada segundo que pasaba lo desesperaba más, era tal el silencio, que estaba empezando a sentir los latidos de su corazón, pensar en el tiempo acrecentaba la tortura, la cual invocaba una cura, arrojarse al vacío. Lo llamaba, como la única salida a este entorno. Y así, como algo no premeditado, respiró profundo y se lanzó. En ese momento en el cual empezó a caer, dudó; sintió una repentina ceguera, la caída parecía eterna, su corazón amenazaba con explotar al percibir la proximidad del suelo.

Despertó, como si supiera que había salido de la peor pesadilla que podría tener en su vida, excitado, alterado, perturbado y muy por debajo de esto sentía cierta felicidad de estar vivo y de haber tomado la decisión correcta. Se reconoció así mismo, ya no era aquel niño desconsolado, era Alberto otra vez, el tonto impulsivo de 19 años que no pudo terminar el cole y no soportaba ver los moratones que llevaba su madre. Se incorporó hasta que logró sentarse, apoyó su cabeza entre sus manos, reclinándose sobre sus codos, pero todavía temblaba.

Recordó la celda en donde estaba y al viejo yonqui que dormía en la cama de al lado. Llevaba una semana teniendo el mismo sueño y no podía volver más a ese lugar, condenado a una eternidad en ese infierno de desolación, en donde cada segundo se convierte en un espacio de tiempo infinito, aplastando cualquier conciencia humana. Mientras observaba la luz entrar por la ventana, concluyó que hay lugares peores que la cárcel.

—¿Estás listo para confesar? —le dijo una voz.
Giró para ver al policía que le hablaba del otro lado de la puerta de rejas.
—Sí, yo maté a mi padre.