El sabor de la rabia
Benito Olmo Dominguez | Caraballo

Todos saben quién es San Francisco. Todos saben de lo que es capaz y cuál es su manera de solucionar los problemas, por el sencillo método de eliminar a quien los provoca. Por muchos motivos, pero principalmente por ese, no resulta nada tranquilizador tenerlo delante.
Sólo nos separa una pistola, tensa como una cuerda estirada al límite de sus posibilidades.
—Así que fue cosa tuya —sentencia—. Tu eres la zorra que le dio el chivatazo a los rusos.
—Oleg es lituano.
—Y una mierda. De Alemania hacia allá, todos son rusos.
Ríe su propio chiste. La sangre que mana de la herida abierta en mi craneo se desliza por mi frente y mis mejillas. Debe de ser un espectáculo dantesco, pero no para San Francisco. Está más acostumbrado a la sangre que un maldito cirujano.
—Tener a los rusos en contra es jodido —concede—, pero meter al zorro en el gallinero es cagarla con todas las de la ley.
—Paula no tenía culpa de nada.
San Francisco experimenta un acceso de rabia que consigue disimular con una carcajada histriónica. El recuerdo de Paula me estremece, pero me las arreglo para mantener la compostura. No pienso darle a este mamón la satisfacción de saber que estoy muerta de miedo.
—Paula despertará —asegura—. Lo que no tengo tan claro es que vayas a vivir para verlo.
Señala la pistola con un golpe de barbilla. No me amilano y saco pecho, consciente de que la dignidad es una de las pocas cosas que San Francisco no ha logrado arrebatarme. Al menos por el momento.
—¿Qué te ofreció Oleg? —quiere saber—. Apuesto a que te dijo que serías la jefa. Que ocuparías mi puesto. Y tu fuiste tan estúpida como para creerle.
Esta vez no hace nada por disimular el mohín de furia que asoma a sus labios.
—Debiste pensarlo mejor, querida.
—Paula no tenía culpa de nada —repito.
Que insista en ese punto le provoca un parpadeo a destiempo. Es entonces cuando San Francisco comprende, al fin, que esto no tiene nada que ver conmigo, con los lituanos ni con el maldito negocio.
Lejos de turbarle, se regodea en esa sentencia.
—Tu eres la única responsable de lo que le sucedió a Paula. Y si no lo ves, es que eres más imbécil de lo que creía.
Aprieto los dientes. El sabor metálico de la sangre se mezcla con el de la rabia. San Francisco debe de leer la determinación en mi rostro, ya que hace un gesto de camaradería. Como si diera por concluido el tiempo de las confidencias.
—Hice lo que debía —sentencia—. Nos veremos en el infierno, querida.
El sonido del disparo reverbera contra las paredes y vuelve a mis oídos con rabia. Ignoro su mordedura y contemplo a San Francisco, que cae a mis pies.
Ni siquiera muerto deja de sonreír, el muy desgraciado.