EL SABUESO
ALEJANDRO RAMOS GARCÍA | Alex Ramos

«Duke» Derriton dio una fuerte calada al cigarrillo tratando de mitigar el malsano amargor que le envenenaba el paladar desde su último caso.
Pasados los meses aún arrastraba secuelas.
El serpentino mechón desteñido, oculto sin disimulo bajo su maltrecho e inseparable panamá de rancio detective, le resultaba irrelevante. Otra cosa era ese ligero, pero molesto, temblor en la mano derecha que quizás ya le jodiera de por vida. Imperceptible, quizá, aunque le crispaba los nervios cada vez que los traicioneros dedos hacían bailar el «Lucky» en los labios. Fastidiado, acabó arrojando furiosamente el pitillo a un charco cercano y aceleró el paso al 33 de Oak Boulevard.
“Duke” oteó la sonrisa socarrona del agente que recibía de manos de su malhumorado compañero un arrugado billete. Seguramente habían apostado cuánto tardaría en aparecer por allí el “Sabueso Baskerville”, apodo con que se le conocía en el cuerpo de policía por su propensión a husmear todo lo que tuviera tintes macabros.
—Buenas noches, Derrinton —saludó el agente victorioso mientras abría paso a “Duke” hacia el vestíbulo de la torre Seaton—. Aldeberg se alegrará de verte.
La noche mejoraba por momentos para el joven detective privado. Guilisn Aldeberg, el legendario y más terco inspector que conociera, no era santo de su devoción. No congeniaban. Era notorio, tanto que hasta un simplón como aquel patrullero sabía de la antipatía que se profesaban.
Un tipo entrado en años y de aspecto impecable, que merodeaba nervioso frente a los ascensores, lo sacó de tales divagaciones. El gerente del exclusivo edificio no perdió tiempo y, tras entregarle un suculento cheque con la cantidad estipulada como anticipo de sus servicios, lo acompañó al lujoso loft propiedad de los Delaware.
La hosca mirada de recibimiento de Aldeberg, exponía el hiriente fracaso por impedir la presencia de “Duke”.
—No se te ocurra mover ni una mota de polvo, sabueso.
Con tan seca advertencia el inspector se retiró, haciendo claras indicaciones a los agentes que montaban guardia de no quitar ojo a “Duke”.
Por fortuna, Derrinton jamás necesitó trastear el escenario de un crimen para encontrar respuestas. Era su secreto, un instinto enigmático y oculto que le granjeaba el rechazo de los profesionales por lo inexplicable de sus éxitos.
El sentido se le disparó de inmediato contemplando la atroz carnicería ejecutada con la familia Delaware. Los extraños símbolos esotéricos que aprisonaban meticulosamente los cadáveres, y determinados miembros de cada cuerpo, no eran labor de una mente febril o la burda patraña diseñada para despistar.
La milagrosa sensibilidad de “Duke” comenzó a cimbrear espasmódicamente su mano de modo irrefrenable. Supo de inmediato que debía enfrentar.
—¿Se encuentra bien, Derrinton? Está usted muy pálido —dijo el gerente, sacándolo del trance.
Los agentes de custodia rieron sin cortapisas.
—Descuide —respondió “Duke”—. Tendrá noticias mías muy pronto.
Horas después, Guilisn Aldeberg recibía una llamada. No pudo reprimirse.
—Malditos aficionados.
Se arrebujó entre los impecables pliegues de su gruesa gabardina, y preparó el estómago para contemplar los restos del Sabueso desmembrado.