EL SANTO MISTERIOSO
Vicente Ráfales Riera | drvira

‘-Creo que es absolutamente imposible que puedas conocer el número de monedas que tengo en el bolsillo- Decía Mortimer, amigo de Max, el joven ilusionista hijo del Gran Carler, prestigioso Mago ilusionista internacional.
Max miró a su amigo y le contestó con rotundidad.
-Tienes tres monedas de dos, tres de uno y dos de un céntimo. Total, ocho monedas
Mortimer se buscó en los bolsillos, dio un respingo al comprobar el número de monedas y los valores predichos por Max.
– ¿Pero, cómo es posible?
Max sonriendo le contestó, mientras se aproximaban al puesto de helados, lugar decidido entre ambos anteriormente.
-Verás, al encontrarnos en la feria, sacaste un billete de veinte para pagar tu entrada de cinco con cinco céntimos, te pidieron cinco céntimos para darte el cambio justo y les manifestaste que el billete era el único dinero que tenías, luego, compramos cacahuetes, tres céntimos cada uno, la Noria nos costó dos con cinco, el tiro al globo otros dos con cinco, ahora ese dinero es el que te queda.
Mortimer se reía de su amigo, mientras se pedía un helado, que mermó su presupuesto casi en su totalidad.
Mientras, Max se recordó de aquel verano, que había podido ayudar al cura de su pueblo, para conocer quién le engañaba en el cepillo de la iglesia.
El cura cada día dejaba el cepillo de las velas vacío, al lado del montón de velas, esas que los parroquianos cogían y encendían al santo, depositando una moneda por vela en el cepillo.
Durante los meses de verano, el número de monedas del cepillo disminuía en cuanto al número de velas. Alguien ponía una vela y no la pagaba. Ocurría, que el cura conocía a todos sus parroquianos, e incluso dentro del secreto de confesión, no había podido deducir cuál de ellos colocaba una vela gratis o hasta varias velas al día.
Para echarle un cable, me quedé cerca del cepillo durante un rato, observando la operación de los feligreses cuando encendían las velas.
El sistema estaba dotado de una plancha hueca de hierro vertical con una ranura al final de la plancha donde, un ángulo horizontal servía como final y tope de los finos cirios que estaban depositados uno encima del otro como balas de un fusil. Después de colocar la moneda en el cepillo, el devoto tenía que estirar del último cirio, único a la vista, introduciendo los dedos por una abertura practicada en la base de la plancha.
Allí en esa vigilancia vi la solución del caso y así se lo manifesté al sacerdote que respiró complacido al comprobar la lealtad de sus feligreses.
En verano y con el calor de la amplia palmatoria, llena de velas encendidas, junto el cepillo y dispensador metálico. La última velita, quedaba pegada, bastante fundida con la siguiente, siendo extraída como una sola. Mientras más tiempo se tardaba en una nueva donación, más rato tenía la última cera para fundirse y juntarse, convirtiéndose en una sola velita.