Todo Detroit puede pasar el domingo oyendo las Series Mundiales, pero a mí no me dejan. Cuando eres el agente especial Pusnik y el fiambre es Hércules «Sangrías» Bernstein, el gánster más respetado de la ciudad, hay que apagar la radio, dejar las alitas picantes y la cerveza helada, y acudir a levantar el cadáver.
Conduzco hasta la catedral del Santísimo Sacramento. Bernstein ha muerto en medio del bautizo de su primera hija. Yo no sé mucho de iglesias, pero me parece un bonito sitio para morir.
Entre el altar mayor y la pila bautismal, yace el cuerpo de Bernstein tirado como un guiñapo. Como si algún gigante lo hubiera masticado y escupido con desgana. Me pongo mis guantes de goma y examino el cadáver. La cara hinchada y los ojos abiertos reflejan una expresión de sorpresa que encuentro muy razonable, dado lo inesperado del asunto. Por la boca, asoman cuajarones de sangre y babas. La camisa está hecha jirones; la piel del pecho está roja, blanda, arrugada, como abrasada por algún rayo divino.
Del bolsillo del pantalón asoma un pañuelo blanco verdoso. La camisa tiene también un tono verdoso; desprende un leve olor a ajo. El traje es de la sastrería Centauro. Donde se hacen la ropa a medida los políticos, boxeadores, jueces y mafiosos de la ciudad. Todo empieza a cuadrar.
«Mamporros» Hunter, el matón de Bernstein, llora como un crío en una columna cercana. Le conozco bien. En su último juicio, le acusaron de partir las piernas con un bate de béisbol a Deyanira, la hija de trece años del sastre de Bernstein. Alguna discrepancia entre Bernstein y su sastre sobre el precio de los trajes. Las pruebas contra Mamporros eran irrefutables. Salió libre sin cargos.
—No sé lo que ha pasado —me confiesa Mamporros entre sollozos—. El jefe dejó al bebé en brazos del cura y empezó a toser y escupir, luego a gritar “me quema, me quema”. Se arrancó la camisa, se rascaba como un loco. Corrió a la pila bautismal y se echó agua por encima. Cayó al suelo, empezaron las convulsiones. Todo acabó pronto.
Me enternece ver las lágrimas del matón de dos metros de altura.
En un acto de piedad, pienso en ofrecerle un pañuelo. Más allá de la barrera policial veo al sastre de Bernstein y a su hija Deyanira con sus muletas. Les guiño un ojo y, tras dudar un poco, me sonríen de vuelta. Sabía que era un sastre muy diestro, pero desconocía sus habilidades con el arsénico y con la poesía. Impregnar el traje y el pañuelo de Bernstein y asesinarle con este veneno, que se usa como matarratas, me parece de justicia poética.
Me acerco al cadáver y agarro el pañuelo ponzoñoso de Bernstein. Se lo ofrezco a Mamporros para que se suene la nariz y se enjugue las lágrimas. Le consuelo con unas palmaditas en la espalda. En pocos minutos se unirá a la misma ceremonia venenosa de babas, gritos y muerte de su jefe.