Empezaba de nuevo a llover, aquel principio de primavera de 1946 estaba siendo especialmente húmedo. Henry se ajustó bien el sombrero, se subió el cuello de su raída gabardina y apretó el paso, haciendo que el ruido de sus zapatos y las gotas de lluvia impactando en el asfalto sonasen como una melodía monótona. No tardaría en llegar a la casa del senador, pero totalmente empapado. Tenía que informar a aquel pez gordo del resultado de sus pesquisas relativas al desagradable caso del asesino de mujeres, y quería llegar antes que la policía. Él mismo había avisado al inspector Torres. Era su deber como detective privado informar de sus averiguaciones a las autoridades, pero dada la naturaleza de lo que había descubierto era aún más relevante.
—Está usted totalmente empapado, detective.—dijo el senador exhibiendo una sonrisa forzada y estrechando su mano con desgana. —Pasemos a mi despacho —añadió —¿Quiere tomar un café o una copa para entrar en calor? ¿Un whisky quizá?
—No, gracias, senador. Quiero acabar con esto cuanto antes —espetó Henry sintiendo algo de vergüenza al comprobar que tenía una mancha nueva en la manga de su gabardina. Quizá tenía razón Rachel, su secretaria, cuando le recriminaba por descuidar su aspecto físico.
—De acuerdo dígame que es lo que ha averiguado ¿Tiene alguna idea de la identidad de ese psicópata?
—Sí, así es, pero no estamos hablando de ningún psicópata. Es un asesino despreciable, pero con sus facultades mentales intactas.
—Le escucho detective —dijo el senador tomando asiento tras su escritorio y señalando a Henry uno de los sillones que había frente a él.
—La primera, tercera y cuarta víctima solo fueron un daño colateral, el autor quería que todos pensáramos en un asesino en serie que elegía sus víctimas al azar, pero el verdadero objetivo era la segunda mujer.
Cuando estaba terminando la última frase el senador se precipitó sobre el cajón de su escritorio. Henry ya lo esperaba y tenía su mano en la empuñadura de su pistola semiautomática Whalter P38, no obstante, esperó a cerciorarse de que su interlocutor buscaba un arma.
El disparo sonó como un cañonazo en la pequeña estancia. Y frente al cadáver del senador estaba el detective esgrimiendo su humeante arma.
La noche iba a ser larga, tendría que esperar hasta el día siguiente para comunicar a su cliente, el padre de la tercera víctima, que se había hecho justicia y que ya podía abonarle el resto de sus honorarios, pero antes le esperaban un sinfín de interrogatorios y papeleos para explicar que la segunda víctima era la amante del senador y le amenazaba con contarlo todo a la prensa.
Decidió que en ese momento si se tomaría ese whisky que le ofreció al llegar, pero ahora se lo tendría que servir él mismo.