Llueve. Estoy en casa envuelto en mi propio tedio existencial. Llaman a la puerta. Detrás, un hombrecillo de uniforme y aire importante. Parece un guardia civil pero no lo es, porque no es el 2023, sino el año 2033 y se trata de un eco-policía, la llamada pasma verde. Abro la puerta:
«Disculpe, se ha cometido un crimen en este bloque y le necesitamos en una reunión de vecinos extraordinaria”.
Será Maradona, pienso, el chihuahua del sexto, por mantener insomne al vecindario cual soprano trasnochada. Para colmo el chucho ha empezado a atacar tobillos y tacones aleatoriamente. Maldito perro. Acompaño al policía.
“Se ha encontrado el cadáver de Daisy en el patio a las 15:45H, dónde las azaleas. Necesitamos sus declaraciones”.
Ante el crimen de Daisy, el roedor del bajo B, perplejidad en la sala. Marujas y demás esperpentos del folclore nacional murmuran. Se observan incriminatoriamente. En el 2023, tras la ley de bienestar animal, aumentó tanto la población de roedores que el gobierno aprobó una nueva medida: subvencionar a todo aquel que albergase al menos dos de estas criaturas en casa. Las ratas pasaron a ser un miembro más de la familia, ende la indignación. Finalmente se alza la voz del bajo D, quien siempre “va jodé” como dirían en Málaga:
“Pregunte al del primero D. Daisy se colaba en su cocina y se comía el queso ese que huele tan mal. Se habrá envenenado”.
Resulta que el del primero D soy yo. Es cierto que tuve que soportar a esa rata roer mis quesos franceses durante meses, pero ser acusado supera mi templanza de científico y cometo el fallo:
“O se habrá infartado al verla a usted. Yo no he matado a la rata esa”.
“¿¡Rata mi Daisy?!” la dueña desconsolada.
“El lenguaje ofensivo hacia animales está penado. Identifíquese”.
“Ahora mismo” contesto al policía. Por suerte tenía un as en la manga: “trabajamos en la misma unidad, pero en departamentos diferentes. Soy forense del centro de investigación criminal animal CICA y me llevo a Daisy al laboratorio” con cara de póker saco mi placa de policía científica, los vecinos callan. Lluvia.
Dos días después recibo el informe de la autopsia. Daisy había sido estrangulada por mordedura, mordedura que coincidía con un chihuahua. Maradona deduzco. Por fin volvería a dormir. Salgo del CICA con la orden de detención por posible homicidio y me dirijo al bloque para proceder al arresto provisional. Llegando al portal me encuentro al sospechoso. Mordisquea las azaleas del patio, tan bonitas como alucinógenas, para posteriormente atacar como el mismísimo Minotauro al jardinero de la comunidad. Ahí lo entiendo todo:
El jardinero solía pisotear con cruel indiferencia las azaleas, por lo que éstas, en defensa propia, estaban narcotizando al chihuahua que, alucinando, las defendía indirectamente con agresividad delirante e inducida. Tristemente la muerte de Daisy había sido un daño colateral, un crimen involuntario causado por enajenación mental transitoria y Maradona víctima de manipulación.
Saco las esposas. Me llevo al jardinero.