EL TATUAJE
Cecilia Puchades Gómez | Pelirroja

El Inspector Santo llegó al anatómico forense: mujer de unos cincuenta años hallada muerta en un hotel.
–Esto no es una mujer, Javier, es un puzle; no tiene hueso que no haya sido fracturado. Causa de la muerte: hipoglucemia severa; once jeringuillas de insulina vacías junto al cadáver; ¡ah!, tiene unos números tatuados en el temporal izquierdo; estaban a la vista porque, curiosamente, llevaba esa zona recién rasurada.
Al ver el cadáver, fingió un ataque de tos para disimular unas repentinas e incontrolables náuseas. Fotografió el tatuaje y salió de allí. «¿Qué ha pasado, Paloma?¿Por qué no me llamaste?», pensó.
Miraba una y otra vez la fotografía del tatuaje; de repente, tecleó aquellos números en la pantalla y el ordenador hizo el resto; la casa del pueblo de los abuelos de Paloma; sacudió los recuerdos de su cabeza, se tomó un café y cogió las llaves del coche.
Noventa kilómetros le separaban de muchas preguntas sin respuestas. Se amparó en su cargo y en su placa para pisar el acelerador como sólo había hecho en otra ocasión: cuando fue a buscarla para saber porqué le llamó para cortar, sin explicaciones, su relación. Aquella vez no sirvió de nada; esta vez, no pasaría lo mismo.
No sabía quién le abriría la puerta; quien fuese, no debía reconocerlo; aunque habían pasado muchos años, nada debía delatar quién era. Se puso sus gafas de pasta negra y llamó a la puerta. Javier Villanueva se quedaría fuera, entraba el Inspector Santo.
Abrió la hermana menor de Paloma; no le reconoció; habló con ella y le pidió ver su habitación;
–Paloma vino hace una semana y lo tiró casi todo; sólo dejó la cama y una vieja fotografía con un amigo de la infancia.
«Por qué querías que viniese aquí, qué quieres decirme, Paloma». Santo cogió la fotografía donde estaban juntos de pequeños. Con aplomo desmontó el marco y entre la fotografía y la trasera encontró una carta.
Mi querido Javier:
Cuando leas esto, lo entenderás todo. No podía más, perdóname, sólo tú vas a poder ayudarme. Llevo muerta treinta años, cuando nos separaron. Mis padres me casaron con el hijo de los Ortuño, Daniel, para salvar la empresa y su estatus; era un monstruo. Javier, esto no puede quedar impune…
No pudo seguir leyendo; se guardó la carta y colgó el cuadro.
Al llegar a la comisaría, Daniel Ortuño le esperaba en su despacho, pero antes ya había hablado con sus superiores; había solicitado que no se filtrase nada a la prensa. El suicidio de Paloma nunca podría ser un asesinato para los demás; él no pensaba lo mismo.
No veía el momento de estar frente a él. Nada de lo que le dijese iba a importarle. Todos se acercaban para saludar al viudo y darle el pésame; en su mente, Javier ya estaba urdiendo la venganza; el monstruo le esperaba en su despacho, se llamaba Daniel Ortuño y era su presa.