El trabajo
Julian Bravo Álvarez | Melquíades

Gretta Conroy vino a la oficina y me contó que su marido llevaba cinco años desaparecido. Su familia poseía un concesionario de coches que dirigía Mr. Conroy. Cierto día salió a almorzar y ya no regresó. Quería contratarme para encontrar a Gabriel. Fue un dinero ganado más fácilmente que en una timba un sábado. Ignoro por qué los chicos de la policía no tiraron su red donde debían. Había
cogido un barco para S. Francisco y luego estuvo un par de años dando tumbos. Sentía que su vida, de permanecer en Concord, corría serio riesgo.

El patriarca apareció dentro del Chevi con un tiro que le entró por la boca y con orificio de entrada y salida. Quien lo hizo lo presentó como un suicidio, con un lazo rosa.
-Deudas de juego, mujeres, apuestas. La diana estaba puesta en él.
-Para en una pensión, señora, y vive humildemente, apenas tiene recursos. Pasa muchas horas en la cama de su habitación mirando al techo como si tuviera pinturas.
-Quiero que regrese a casa. Dígale que le perdono.
-Dos hombres fueron a buscarlo.
-¿Lo matarán?
-Supongo que sí. Estos u otros.
-¿Qué haría? – preguntó Gretta.
-Timar a alguien que no era de su nivel.

La puerta de la cafetería Green’s se abrió y entraron dos hombres. Se sentaron a la barra. Sam estaba detrás de la barra. Había otra persona, Freddy Malins, tomándose una cerveza y haciendo como que leía el periódico.
-¿Qué desean? – les preguntó Sam.
-No lo sé. ¿Qué quieres comer, Mac?
-No lo sé, Jim. No sé qué quiero comer.
-¿Conoces a un hombre grandote llamado Gabriel Conroy?, le preguntaron.

Gabriel había sido boxeador, si no de los buenos de los prometedores. Había borrado todas las huellas, ¿interesasadamente?: nueva ciudad, nuevos amigos. Se había casado con una mujer de la alta sociedad; era listo y apuesto.
-Viene a comer cada día. ¿Verdad?
-Viene a veces. Cuando viene.
Sam levantó la vista hacia el reloj. Eran las cinco y veinte.
-¿Qué hora es? – preguntó Jim
-El reloj adelanta veinte minutos – pareció despertar Freddy.
-No va a venir – dijo Mac
-Le daremos diez minutos y luego nos marchamos – dijo Jim.
Salieron; uno sostuvo la puerta para dejar entrar a una mujer teñida de rubio.
Entraron en el concesionario de coches . Había coches a la venta: Chevrolet, Ford Mustang, Cadillac, Pontiac.
Dos hacían cola delante del tren de lavado.
-«Salió a comer y dejó recado de que se iba a tomar la tarde libre», dijo Eduardo.

Mi secretaria me había pedido la mañana libre para llevar al pequeño a que le hicieran una ortodoncia. No esperaba visita pero la oficina estaba iluminada y en la radio reconocí al Sinatra melancólico. El tabaco delataba a la intrusa: fumaba unos cigarrillos mentolados de una pitillera de plata repujada.