Estaba solo. Había dejado que el rebaño de pasajeros, que caminaba a paso acelerado por el transbordo de la Avenida de América, se fuera alejando por aquel interminable pasillo frío y aséptico como morgue de hospital.
Estaba cansado y un dolor en la rodilla iba en aumento.
Al bajar del tren, me senté en un banco de la estación esperando que el dolor remitiera un poco.
«Aquí se podría rodar una película de zombis», pensé levantando la mirada varias veces antes de cruzarnos.
Moreno, uno sesenta y cinco de estatura y muy demacrado.
—¿Oye, tienes fuego?—me espetó acercándose demasiado a mi cara. ¡Uf!, síndrome de abstinencia en grado superlativo.
—No, no fumo —respondí advirtiendo el peligro que la situación planteaba.
Haber crecido en el barrio de San Blas, te daba un sexto sentido para anticiparse a situaciones peligrosas.
Di tres pasos atrás mientras observaba como se metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón; estaba claro, la cosa iba a complicarse y no había escape posible.
Un chasquido inconfundible resonó en las paredes de gresite del túnel.
Su navaja se abrió a la altura de mi cara y algo se activó en mi mente. Me vi dando unos pasos atrás al mismo tiempo que me quitaba la chaqueta vaquera que, sin saber cómo, la enrollé en el brazo derecho, a modo de escudo, al tiempo que su navaja chocaba contra ella sin atravesarla. Me sentí poseído por Chuck Norris que, a través de mi boca, sentenció:
—Hoy, uno de los dos no va a salir vivo de aquí.
Introduje mi mano izquierda en el bolsillo del pantalón y apreté con fuerza mi navaja, la de los bocadillos y la abrí al tiempo que paraba otro embate de la suya buscando mi pecho.
Estiré con todas mis fuerzas el brazo contra su cuerpo y, justo debajo de la axila, noté como el tope de cruceta de mi navaja chocaba contra sus costillas. Todo fue muy rápido: él retrocedió al notar el golpe, puso la mano sobre su herida y, como pudo, abandonó el pasillo.
Los doce centímetros de hoja entraron en su cuerpo como cuchillo caliente en mantequilla; si era atendido en los próximos quince minutos, se salvaría.
Guardé la navaja y caminé en la misma dirección que él, con la esperanza de no encontrármelo tirado en el suelo del pasillo.
En ese momento, mi corazón se aceleró al tomar conciencia de lo ocurrido y un sudor frío me invadió.
Jamás volví a ver al pobre yonki, pero, gracias a él, sí que supe de lo que soy capaz en una situación extrema.
Nunca llegas a conocerte bien, a no ser que la vida quiera mostrarte quién puedes llegar a ser, porque todos llevamos un asesino dentro, basta que se den las circunstancias adecuadas para que éste despierte.