La vida le había dado demasiados sustos como para escandalizarse por aquello que tenía delante de los ojos. Desde que nació fue maltratado y conoció antes la propia sangre que la noche estrellada. Se llamaba Mario, pero ya desde pequeño era conocido como “el Rata” por su costumbre de buscar en los contenedores de basura juguetes abandonados por algún niño de los bloques de detrás del parque, donde vivía la gente de bien.
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Como ella había miles en el país. Su nombre era Star y, a ojos de Mario, era bellísima. Limpia, de líneas perfectamente medidas y una boca que destacaba sobre el resto. Había pasado por muchas manos y todas la habían utilizado. Manos de chulos, atracadores, locos con complejo de gángster o espía secreto. Incluso había caído en manos de la policía.
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Mario la conoció al pasar junto a un escaparate. Acababa de salir de un bingo. Había perdido casi todo su dinero. Caminaba cabizbajo por la acera, concentrado en el ruido de sus zapatos al chocar contra los sucios baldosines y los charcos que se esparcían a lo largo de la calle.
Al mirar por el cristal empañado, vio a Star. Ella estaba quieta. Tranquila y con miedo a la vez, le pareció a Mario. Le miraba fijamente. Mario sabía que tenía que ser suya.
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Star conoció a Mario gracias al encargado de la tienda, que era amigo suyo, y les presentó. Desde un primer momento se dio cuenta de que aquel era el hombre que había estado esperando durante muchísimo, demasiado tiempo. Estaba harta de mangantes y delincuentes. Harta de chaperos y bandidos de poca monta que siempre acababan con el culo en los calabozos de alguna comisaría con olor a podrido.
En Mario vio a un hombre bueno. Veía en sus ojos la necesidad de compañía. Sabía que acabarían juntos. Él la llevaría a su casa y vivirían una auténtica historia de amor. No le cabía ningún tipo de duda. Y así fue.
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“Star, querida, amada mía, contigo a mi lado voy a conseguir lo que me propongo”.
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“Adelante, cariño, bésame en los labios”.
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Mario y Star estaban tumbados sobre la cama. Mario cogió suavemente a Star por la cintura y la miró fijamente. Así estuvieron bastante tiempo. Horas, quizá. Nadie podría asegurarlo. Sus bocas se iban acercando poco a poco. Mario cerró los ojos. Los labios se rozaron temblorosos. La saliva era fría y anunciaba muerte. Mario apretó el gatillo. Se había consumado el beso… Silencio…
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“Señor comisario, por fin hemos sacado la bala que estaba incrustada en la pared. El cadáver tiene un orificio de salida a la altura de la nuca. Hemos analizado la bala y, efectivamente, corresponde a la pistola Star que el sujeto portaba en su mano derecha en el momento de su muerte. Sin duda alguna, se trata de un suicidio”.
“Está bien. Identifiquen al cadáver y den el caso por cerrado. Buenas noches, muchachos, me voy a cenar”.