Un idiota se me acercó en el bar, disfrazado de payaso. Con una voz muy peculiar, empezó a contarme historias de su absurda vida. Le grité que me dejara a solas con mi whisky, pero no se cayó. Me dijo al oído que conocía a un viejo atracador de bancos con un millón de euros escondidos en su casa, incluso me concretó dónde los tenía. Con eso ya nunca tendría que volver a robar. Le tiré de la lengua y me sopló la dirección.
Esperé a que llegase la madrugada. Entré por una ventana que estaba abierta. Pensaba que el viejo ya estaría dormido, pero una luz trémula me hizo moverme como en un suelo de cristal sobre un precipicio. En una tele a todo volumen, sonaba la música de una película de Hitchcock que no logré identificar. Mis pasos se sincronizaron con la melodía que da pistas al espectador de que el malo está a punto de cometer su crimen. Eché mano al bolsillo para sacar mi navaja y no la encontré. Me asomé al salón y busqué a aquel hombre. Estaba sentado en el sofá. Tenía la mirada fija en el techo, no parpadeaba. Me acerqué para averiguar qué le ocurría y, al ver su camisa llena de sangre, rugieron por la tele los acordes que delataban un asesinato consumado. Del dinero, ni rastro.
Fuera, varias luces de sirenas silenciadas, y una voz de megáfono, me rogaban que me entregase sin oponer resistencia. Como no tenía escapatoria, salí con los brazos levantados, gritando que no había hecho nada. Me redujeron. Me esposaron.
Camino de la comisaría, montado en el coche con dos agentes, recordé el título de la película: “Crimen perfecto”. El conductor tenía la voz idéntica al idiota del bar y mi navaja estaba clavada en el costado del viejo.