El teatro permanece en la oscuridad más absoluta excepto un halo de luz que deja entrever, al lado derecho, una figura boca abajo colgada de una cortina a modo de soga.
La noche anterior, Estefanía había llenado el espacio contribuyendo de nuevo a hacer la vida del público un poco más placentera.
Tres personas más se quedaron dentro del recinto después de finalizar la obra ese martes veinticuatro de Enero: Alicia, la limpiadora, fiel amiga de la difunta; Santiago, el encargado de cerrar las puertas del teatro; el director, Don Alfonso, que acostumbra a darse paseos nocturnos atendiendo a su manía de buscar restos de basura entre los asientos. Alicia y Don Alfonso suelen tener breves discusiones que empiezan muy en broma y acaban demasiado en serio, acerca del sentimiento de inutilidad que la primera siente, al realizar el segundo parte de su trabajo.
A Estefanía, bella y aclamada en cada una de sus actuaciones, la definían por su carácter afable y una lucha constante por alcanzar la perfección.
Cada noche, al terminar su función, tomaba aire, respiraba profundamente, se sentaba a pies juntillas sobre el escenario y daba gracias.
Santiago solía contemplarla de lejos y sonreía, siempre con la misma mueca de satisfacción y la misma admiración con la que lo atrajo el primer día.
El detective entra en el teatro, avanza unos pasos, y queda impasible, petrificado por el horror de la imagen que contempla. Una figura lejana, postrada en un asiento, sostiene la mano de un cadáver que se balancea levemente mirando al suelo y otorga a la escena un aire de película de terror londinense difícil de describir. Observa la espeluznante escena mientras piensa, confuso ,en las palabras que acaba de escuchar en boca de Santiago ,cuando se ha presentado en la entrada.
–Buenos días –soy el detective Patrick Ripoll.
–Buenos días. No puede ser. Dentro había un señor y se ha presentado como el detective que estudia el caso. ¿ Qué demonios está pasando aquí?
Robert Douglas era uno de sus principales sospechosos. La noche anterior había ido a ver la actuación de su esposa y nadie lo había visto salir en aquella noche turbia en la que realidad y ficción se habían mezclado en el más íntimo silencio.
Estefanía estaba más seria que de costumbre y pidió a Santiago que se marchase antes, como había hecho otras veces, alegando su necesidad de disfrutar a solas del éxito de la obra.
Ripoll lo entendió todo al detener sus ojos en la figura que parecía llorar como un niño en un momento de súbita rabia. Era la primera vez que un caso se resolvía antes de que hiciese su aparición en la escena del crimen. Era también la primera vez que una imagen se había quedado grabada en su mente con tal ahínco.
Desde aquel martes, cada vez que sostiene la mano de su mujer, el terror se apodera de él y tiene que realizar un esfuerzo inaudito por no soltarla.