EL VASO EQUIVOCADO
CRISTINA ARROYO GONZALEZ | A.G.MENA

El tren se detuvo de forma súbita nada más abandonar la estación. Fausto prefirió permanecer sentado mientras el crujido de los viejos asientos delataba a cada pasajero que se ponía de pie. Supuso que solo trataban de averiguar lo que ocurría.
—¡Dios mío! ¿Hay algún médico por aquí? ¡Es el café! —gritó una mujer fuera de sí. La sintió muy cerca. Calculó un par de asientos por delante del suyo. Dedujo que se sentaba al lado del hombre que tosía sin parar desde hacía un buen rato. Ambas voces procedían del mismo lugar—. ¡No puede respirar!¡Ayuden a este hombre!
En ese momento, el ir y venir de pasos cortos y acelerados por el pasillo del vagón cesó y un silencio expectante se adueñó del lugar.
—Por favor. Déjennos pasar.
—Debe de ser el revisor. Viene acompañado de un hombre con un maletín. —Una amable señora sentada a su lado se inclinó y le habló al oído—. Yo diría que es médico.
Él le mostró una leve sonrisa con la única intención de zanjar la conversación y aguzó el oído para escuchar la charla que se traían entre manos los recién llegados. Resultaron las peores circunstancias imaginables: el hombre había fallecido… Sarpullido, labios amoratados, pupilas dilatadas y una incipiente espuma en la boca. Esas palabras fueron suficientes para que el viejo inspector comenzara a repasar mentalmente lo ocurrido esa mañana después de abandonar la estación.
—Disculpe —se dirigió a la compañera de asiento—. ¿Sabe cuántos de los pasajeros traían un vaso en la mano al subir al tren?
—¿Cómo sabe eso? ¡Usted no ve! —Sintió el aliento de la mujer demasiado cerca. Supuso que se cercioraba de ello—. Tiene suerte. Me gusta observar a la gente. Si se refiere a los de café que se venden en la cafetería creo recordar que solo el señor de la tos y la señora que dio la voz de alarma.
Entonces, Fausto se levantó, desplegó el bastón y caminó con cautela por el estrecho pasillo. Alguien le indicó el asiento que ocupaba la mujer y decidió sentarse a su lado.
—Lamento molestarla. —La respiración agitada de ella mostraba un creciente nerviosismo—. Necesitaría que me respondiera a un par de cuestiones. Me gustaría saber si subió al tren antes o después que el fallecido y si compró usted el café que traía esta mañana.
—Subí antes que ese pobre hombre… El café lo compró mi marido mientras yo atendía una llamada de teléfono —dijo con voz débil y quebradiza.
—Entonces fue usted, en primer lugar, quien posó el vaso de café en mi mesita plegable e instantes más tarde lo hizo el fallecido para colocar los bultos en las baldas de arriba. Durante un instante ambos vasos permanecieron juntos.
—Eso es.
—Debe saber que el primero desprendía un ligero aroma a almendra amarga que no percibí en el segundo. Me temo que la víctima era usted. Él solo recogió el vaso equivocado. El que contenía el cianuro… El suyo.