EL VERDUGO DE DIOS
Andrés Luengo Garrido | Antonio Fermuda

El hombre que no era un asesino sintió cómo un escalofrío estallaba en su espalda. Sin embargo, esa reacción no era provocada por el frío, sino porque su burbuja de dopamina interna había estallado y anegado todo su interior. Para el hombre que no era un asesino, la búsqueda del placer era el motivo de existencia del ser humano.
Matar no era malo, o al menos eso era lo que creía el hombre que no era un asesino. Era como asumir por un momento el papel de Dios y tener la responsabilidad de decidir el destino de alguien. No obstante, distinguía la diferencia entre asesinar y matar. Lo primero, era acabar con la vida de una persona sin escrúpulos ni fundamentos, y eso lo hacían seres detestables como los criminales. Pero matar era un acto admirable, casi heroico, pues era un modo de ayudar al alma a salir de su prisión. La certeza de ser el verdugo de Dios era más fuerte que nunca. Había recibido la llamada, y su labor de justiciero no había hecho más que comenzar.
Sin embargo, hubo un momento en el que se alejó del sendero. El amor era un anclaje a las personas, y él había cometido el error de enamorarse.
El hombre que no era un asesino era un egoísta por alargar de manera concienzuda el sufrimiento de un alma encarcelada con el fin de poder satisfacer sus placeres corporales y corruptibles.
La mordaz voz que brotaba desde sus entrañas le ordenaba que la matase, que acabase con su agonía y que liberase al ángel. Pero él la ignoraba. No quería pasar su mano todopoderosa sobre ella, pues prefería admirar su belleza indefinidamente, aunque eso supusiese condenarla a una existencia errática y a una putrefacción asegurada dentro de ese amasijo de carne y tendones.
La desobediencia era un defecto que la voz interna castigaba duramente. Esta era más fuerte y tenía mucho más poder que él, por lo que lograba someterlo sin apenas esfuerzo. Un día, su instinto macabro halló el modo de reubicarse en el camino principal. El remordimiento de haber sido infiel a sus principios fue tal, que se propuso acabar con ello de una vez por todas.
La culpa de los primeros instantes se diluyó con el placer que se infiltró en sus venas. El gusto que le generaba cumplir con su cometido invalidaba cualquier otra emoción. Contemplar su gesto horrorizado e inmortalizado en una mueca grotesca le hizo darse cuenta de su debilidad carnal y se reprochó no haberle dado fin a su condena antes. Ahora, su belleza había alcanzado un grado superior, casi virginal.
Mientras planeaba la puesta en escena de lo que sería su obra culmen, recordó la vez en la que la policía arruinó uno de sus «juicios» y la consecuente rabia que lo invadió. Con la mandíbula apretada, se juró a sí mismo que eso no ocurriría con su obra maestra, cuya musa era su amor prohibido.