EL VESTUARIO
JOSE LUIS LEON PADIAL | ERJOZE

Cuando Ulises, encargado de mantenimiento del polideportivo, cortó el agua, un charco rojizo ya avanzaba hacia afuera por la puerta del vestuario procedente de la última ducha de Rogelio. El difunto, un bestiajo de más de cien kilos, aún podía jugar de delantero en la peña de los domingos a sus 57 años. Ninguno de los compañeros podía pensar, cuando se retiró cojeando en mitad del segundo tiempo, que el pitido final les tenía preparada aquella estampa tan salvaje cuando accedieran al lugar.
—¿Y dices que nadie ha tocado ni visto nada? —interrogaba un policía a Ulises mientras este no cesaba de balbucear en el pasillo de acceso con varios futbolistas consolándole.
Ante la respuesta negativa, el subinspector Fuentes encendió un cigarrillo mientras entraba de nuevo en el lugar del crimen donde Rogelio aún yacía bajo un lavabo, con la cabeza hundida en la sien derecha, varias puñaladas por el cuerpo y sin nariz, cortada como si hubieran querido llevarse un trofeo, dejando los cornetes nasales al descubierto.
—Parece que es el mismo hijo de puta —pensaba en voz alta —. Habrá resoplado como un cerdo por esa herida mientras contemplaba como lo acuchillaban…
—Jefe… —le interrumpió uno de sus subordinados —, yo creo que primero lo anestesiaron con el golpe…
—¡Ya, ya! —le cortó molesto —No puede uno ni montarse su propia película para entretenerse —protestó —. Estoy comenzando a hartarme de este asesino coleccionista de narices —acabó riéndose sin que nadie lo acompañara.
En la pared el mensaje de siempre: “NADIE LLORARÁ POR ÉL” escrito con la sangre de la víctima. Las bolsas de deportes del resto de peñistas mantenían su lugar sin que hubieran sido del interés del autor del crimen, con sus chándales colgados de sus perchas y sus zapatos en orden esperando el final del partido. Desatendiendo las normas de la instalación, Fuentes encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior que arrojó al váter. Mientras llegaban los de huellas y el juez podía pasearse por allí sin ser coartado. Se enguantó una mano y buscó dentro de la boca de Rogelio la moneda de euro que confirmaba el modus operandi ya conocido.
Mientras lograba intentar encontrar algún detalle que le indicara una vía de investigación, evocaba las otras tres muertes anteriores con idénticas características: varones, maduros, desconocidos entre sí y casi para el mundo, como elegidos al azar en diferentes escenarios. Parecía que alguien estaba recopilando capítulos del “Manual de cómo asesinar en cualquier lugar sin dejar pistas”.
De repente se topó con su imagen reflejada en un espejo: barba espesa de varios días, pelo largo, desmelenado queriendo tener una raya en medio, canoso, dientes amarillentos de nicotina, ojos hundidos con prominentes bolsas en sus párpados y nariz aguileña que sería la delicia del asesino. Decidió que la vieja gabardina que llevaba podía ya cambiarla o al menos darle un lavado pues el aspecto era realmente impresentable.
—¡Fuentes! —oyó de lejos el grito del comisario que lo sacaba de su letargo para ponerlo en acción.